EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Hacia la madurez democrática

Jesús Mendoza Zaragoza

Julio 17, 2006

Afortunadamente contamos con instituciones y leyes que van sustentando la transición hacia la democracia. Si son aún imperfectas es porque no ha habido condiciones que las mejoren.
Tenemos las instituciones y las leyes que los mexicanos nos hemos sabido dar puesto que son frutos de nuestras luchas y de nuestras inercias, de nuestros esfuerzos y de nuestros vicios. Instituciones como los partidos políticos, las Cámaras de Diputados y de Senadores, el Instituto Federal Electoral (IFE), el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) son expresiones de esta transición a la democracia en la que muchos mexicanos han puesto su empeño y sacrificio. Tenemos que mejorarlas porque aún no cubren las necesidades de la nación y tienen que estar a la altura de las demandas de la sociedad. Mientras tanto, es preciso atenernos a estas instituciones reguladas por sus respectivas legislaciones para continuar la lucha democrática que se sustenta en el respeto al estado de Derecho, que nos aleja de cualquier decisión arbitraria y facciosa.
Pero la democracia no es sólo cuestión de leyes y de instituciones, que siguen siendo medios, sólo medios útiles para avanzar en la construcción de una justa y respetuosa convivencia social. Las instituciones suelen ser rígidas mientras que las leyes se caracterizan por su frialdad. Ambas necesitan un soporte moral que las mantenga orientadas hacia la justicia y la equidad. Una democracia que se atenga sólo a instituciones y a leyes puede derivar fácilmente en totalitarismos, tan dañinos para los pueblos y para la humanidad toda.
La democracia necesita estar sustentada en valores aceptados y asumidos por los ciudadanos y por los gobernantes para inspirar y manejar los procedimientos democráticos. Estos valores son los que le dan, a la política en particular y a la transición democrática en general, un carácter humano y digno. La democracia aspira a ciertos valores fundamentales como la libertad, la justicia, la solidaridad y la paz, que no vendrán como resultado posterior al proceso de transición democrática, sino que se concretan ya en el proceso mismo como inherentes. En otras palabras, el ideal de la justicia no es sólo el resultado de un proceso sino que es un valor que acompaña el proceso mismo.
El caso es que el valor fundamental que ha de acompañar la transición hacia la democracia es el de la dignidad de la persona humana. Esta convicción vale como principio y como fin. No se puede construir la democracia al margen del respeto y de la dignificación de la persona. Y cuando hablamos de la persona, hablamos de toda la persona en su integralidad y de todas las personas. La convicción de la dignidad de las personas es un principio rector de discursos, estrategias, leyes y procedimientos institucionales. La dignidad de las personas es sagrada, sean quienes sean; así sean pobres o ricas, partidarias o adversarias, militantes o indiferentes. Esta dignidad es inherente a la persona, y le acompaña en todo tiempo y en toda circunstancia.
Este principio tiene consecuencias muy concretas en la actividad política, por ejemplo en las campañas electorales. Una campaña electoral que se precie de democrática no puede hacerse sin este básico respeto a las personas, a todas. El respeto se desarrolla en todos los círculos. Al interior de un partido político donde se debate y se organiza la campaña se proyecta la valoración de todos, hasta del último militante, sea cual sea su ubicación. En las relaciones con los adversarios, no puede caber la injuria ni la descalificación ni la calumnia. Estas acciones no pueden construir democracia, al contrario, la lastiman y la vulneran.
Las personas son el capital más valioso que no puede ponerse en riesgo. Son el fin mismo de la democracia y de los procesos políticos. Aquélla sentencia bíblica de que “no es el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre” cabe perfectamente en este campo. No es el ser humano para la política sino la política para el ser humano. Es pues, contradictorio en sí mismo ser un demócrata cuando se descalifica, se margina o se excluye. La democracia es siempre incluyente pues asume la pluralidad y la diversidad como saludable y aún necesaria. Se reconoce a los adversarios con todo lo que les hace diferentes y se les incluye en un proyecto que los integra superando las facciones y sectarismos.
De este valor fundamental, reconocido en la dignidad humana, emergen otros valores. Los derechos humanos, que implican los correspondientes deberes hacia lo público, son valores necesarios en una verdadera transición democrática. Deberes y derechos son expresiones de la dignidad humana que tienen que ponerse en juego para construir una convivencia social justa y equitativa.
El bien común, concebido como el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propio desarrollo es un valor fundamental de la democracia y de la lucha por edificarla. El bien común afecta la vida de todos. Comporta el bienestar social y el desarrollo de cada persona y de cada grupo, sin excluir a nadie. Es un valor que sirve de árbitro para conciliar intereses particulares facilitando a cada quien lo que necesita para llevar una vida digna: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, etcétera. El bien común implica, también, la paz, es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden justo. Supone, por tanto, que la autoridad asegura, por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de sus miembros. El bien común como valor antepone el interés social a los intereses de facciones o partidos y ayuda a superar todo intento de marginación y de exclusión.
En el actual contexto de una elección que está en suspenso, mientras su calificación está en manos del tribunal electoral, tenemos que asumir su resolución como un tributo a la democracia apegándonos al estado de Derecho, pero no podemos quedarnos allí. La ley no es obedecida por ser ley sino porque es un instrumento que pone en práctica valores necesarios para la democracia. La ley por la ley no tiene mucho sentido; la ley orientada hacia el reconocimiento de la dignidad de todos los mexicanos que participaron en la pasada elección sí tiene sentido en cuanto que expresa un valor fundamental. Quienes valen son las personas, sus votos y sus decisiones, más allá de cualquier pretensión partidista o facciosa.
Para la democracia son necesarias las leyes y las instituciones, es necesario que sean reconocidas y asumidas. Pero esto no es suficiente, habría la posibilidad de un endurecimiento perjudicial de leyes e instituciones. Se necesita una cultura democrática sustentada en valores éticos que dispongan al respeto de las leyes y el reconocimiento de las instituciones en razón de la dignificación de todos los mexicanos. Estos valores son los que nos ayudarán a superar, de manera pacífica, cualquier tentación al recurso de la violencia causando graves daños en el país. Eso es lo que importa definitivamente. De otra manera, no podemos hablar de democracia. Nuestra democracia tiene necesidad de madurar todavía para hacerse realidad y asegurarnos mejores tiempos en cuanto a justicia social y a convivencia pacífica.