EL-SUR

Martes 14 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Hasta respirar mata

Andrés Juárez

Junio 01, 2018

Vivir mata, se dice con escepticismo sobre la posibilidad de encontrar caminos alternativos hacia la economía que degrada. El ser humano es quizás la única especie que con el simple hecho de respirar consume una parte del ecosistema que normalmente no restituye. Porque en la retribución está el meollo. El resto de las especies consume solamente lo necesario para subsistir y se reproduce de una manera instintivamente calculada para no sobrepoblar el sistema. Claro, exceptuando desequilibrios ecológicos que significan las plagas. Detrás de cualquier especie que se convierte en plaga hay un desequilibrio provocado por los humanos.
La economía dominante no ha encontrado una manera de auto regularse. Cualquier acción que se lleve a cabo para que los humanos sigamos con vida implica degradación ambiental y agotamiento de recursos naturales. Por más que odiemos los megaproyectos, como megapresas hidroeléctricas, grandes parques de energía eólica, megadesarrollos turísticos o megalópolis, es necesario reconocer que el conjunto de microacciones cotidianas también tiene un impacto medible sobre el medio ambiente. Existen numerosos estudios académicos, sociales y empíricos sobre la afectación a los límites ecológicos que la actividad humana genera. Un sistema de indicadores biofísicos de sostenibilidad aceptable incluye huella de carbono, huella hídrica y la huella ecológica como herramientas en economía que permiten analizar con seriedad el impacto nuestro de cada día.
Pero al mismo tiempo, tanto la economía formal como la economía ecológica han generado herramientas para mitigar los impactos. Una muy importante es la jerarquía de mitigación, que permite guiar el diseño de proyectos que sostienen el desarrollo –o, aunque duela el concepto, el crecimiento– de un país, hacia acciones que permiten disminuir los impactos negativos sobre la biodiversidad y realizar mejores prácticas para minimizar impactos y restaurar zonas no usadas, o afectadas, de los proyectos hasta decidir al fin qué otras medidas de mitigación deben aplicarse fuera del área del proyecto para los impactos residuales.
Esto en un español sereno significa que para proyectos inevitables se compensen los daños dentro o fuera del área impactada. Parece una fórmula simple. Por eso no se entiende bien por qué, por ejemplo, en el caso de una mega urbe como la Ciudad de México, en constante crecimiento poblacional que demanda mayor y mejores servicios públicos, se talen arboles por construir un carril de Metrobús, lo cual es necesario, y no se informe con claridad en qué parte de la ciudad se van a compensar –mitigar– los daños. Es decir, si era inevitable la tala, no era ineludible la compensación. Por cada árbol talado en una avenida era necesaria la reforestación de algunas hectáreas en el monte. Pero la conversación pública se estancó en uso del espacio para autos versus uso del espacio para transporte público, y los árboles talados sólo fueron jirones entre la discordia.
Las afectaciones al medio ambiente han sido un simple pretexto, cuando se trata de discutir obras públicas. El lago de Texcoco ya estaba devastado desde muchas décadas antes de que se iniciara la construcción de un nuevo aeropuerto. Parece que olvidamos que el viejo aeropuerto está sobre el viejo lago. Parece que perdemos de vista que los mismos campesinos que ahora se ponen a la defensa de la vida y del territorio permitieron el avance de la mancha urbana desde el oriente de la ciudad sobre terrenos del lago, o de la misma agricultura –con todo el exceso de químicos que históricamente se utilizaron en la región– sobre lo que fue espejo de agua.
Por otro lado, el uso político del tema raya en lo absurdo. Aunque afectaciones y afectados ambientales hay por todo el país, es como si tuviera mayor valor el lago de Texcoco que el río Santiago. El verdadero debate debería ser: crecimiento económico o decrecimiento. Por un lado, se cuestiona el nuevo aeropuerto por las afectaciones ambientales, pero se promete conectar el Pacífico con la costa oeste de Estados Unidos cruzando el istmo. ¿Eso será con tasa cero de impacto ambiental? ¿La selva de Chimalapas, la Chinantla o Los Tuxtlas importan menos? ¿Qué pasa con el resto de conflictos ambientales que hay por obras en el resto del país? Desde carreteras, marinas, puertos, minería, desarrollos inmobiliarios, por todos lados los responsables de administrar el medio ambiente reciben quejas, denuncias y presiones por afectaciones ambientales. Y en la lista –demasiado larga para un espacio como este– faltan las actividades productivas, comerciales y de servicios.
¿De qué se trata: de oponerse a las iniciativas económicas de un gobierno por no ser del mismo bando o porque están mal ejecutadas?, ¿de oponerse a las actividades económicas de cualquier empresa o sólo de las empresas del enemigo?, ¿de oponerse a que el crecimiento económico continúe o de oponerse a que el crecimiento siga generando impactos? ¿Se trata de oponerse a que no se mitiguen los impactos? Que cada quien decida.
Hay tantos afectados ambientales, tantas injusticias como incoherencias. No podemos estar en contra de una carretera y al mismo tiempo por la defensa del petróleo. Me resulta imposible oponerme a la construcción de nuevos aeropuertos cuando soy un usuario habitual de los aviones. Si se trata de exigir, me resultaría más razonable exigir más transparencia, más eficiencia y mayor reparto de beneficios; y mejor, mayor estudio y preparación para que los nuevos profesionales del medio ambiente tengan empleo en la mitigación de los impactos ambientales del crecimiento económico.
Respirar mata algo alrededor, degrada el medio ambiente, agota recursos. Eso es innegable. Qué retribuimos a cambio de la vida que recibimos, eso ya es un compromiso ético que, afortunadamente, no está sujeto a tiempos electorales.