EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

¿Hay un tratamiento antiarrugas para las novelas?

Federico Vite

Junio 02, 2020

No suelo leer novedades de autores nacionales que animan el panorama literario; dejo que su momento en la palestra pase y busco algunos volúmenes de esos escritores en librerías de segunda mano para saber si el ejemplar que poseo tuvo un lector especial (obviamente con dedicatoria). Aparte del morbo también aprecio la tranquilidad que permite leer a un autor sin reflectores. Esencialmente, intento responder una pregunta: ¿envejecen rápido algunas novelas de autores consagrados? Hoy comentaré dos casos.
El artista adolescente que confundía el mundo con un cómic (Random House, México, 2013, 185 páginas), de Sergio González Rodríguez, es narrada por un ex guerrillero que apoya y analiza las peripecias de Dano, el muchacho que confundía el mundo con un cómic. El narrador, a ratos una especie de Kalimán, a ratos también una variante del detective Filiberto García, del Complot mongol. De hecho, usa la frase clásica del personaje más famoso de Rafael Bernal: “¡Pinches chinos!”. En términos generales, el narrador ingresa al mundo fantástico del protagonista. Lo hace a tal grado que empieza a dudar de su realidad. Cito: “Comencé a sentirme personaje de cómic, como aquellos que cautivaban a Dano”.
Dano viaja a Hong Kong para conseguir mercancía barata que venderá en México. Protagoniza una riña que lo conduce a prisión, pero un mafioso egregio lo saca de las rejas y le revela un secreto de su padre adoptivo. Inicia en Asia una batalla campal que culmina en las calles de la Ciudad de México. Ese hecho trastoca al narrador, un librero de segunda mano, quien se deja imbuir por el destino trágico de Dano y le ayuda a consumar la vendetta.
Técnicamente, González Rodríguez domina todo los recursos de un buen novelista (dominio de los puntos de vista, diálogos, descripciones precisas, tempo narrativo). Logra, gracias al efecto de acumulación del relato, un juego autorreferencial entre el cómic y la literatura, pero eso debilita, a ratos, la verosimilitud de los personajes. Este libro me recuerda a La misteriosa llama de la Reina Loana, de Umberto Eco, cuyo protagonista recupera la memoria gracias a la relectura de algunos cómics.
Destaco la forma en la que González Rodríguez ensambla los capítulos, acompañados de un cuento corto como preámbulo, eso dota de movilidad al relato y propicia un desdoblamiento discursivo que agranda el juego autoreferencial del narrador. Con ese recurso El artista adolescente que confundía el mundo con un cómic preserva su contemporaneidad.
El libro me parece completamente joven, se lee como si acabara de salir de imprenta (aunque han pasado siete años desde su publicación), pero mi preocupación es otra. El cierre de la historia es un franco abuso de la técnica. La novela pierde verosimilitud. Podría haber acabado de manera clásica en el capítulo 12. Sin el epílogo, sin tanto retruécano.
La lectura de esta obra reabre los vasos comunicantes entre La pandilla cósmica, El vuelo e Infecciosa, novelas que postulan, como la que motiva el texto de hoy, una variante del realismo. Hablo de un realismo histérico que aguijonea la curiosidad del lector.
El juego del lenguaje (Anagrama, España, 2012, 198 páginas), de Daniel Sada, posee un estilo narrativo inconfundible. Es en sí una ebullición verbal. Sada mezcla de manera impecable, igual que González Rodríguez, los puntos de vista de los personajes; la diferencia es que en El juego del lenguaje los diálogos –y la voz narrativa– son trabajados desde la recreación verbal, con oraciones elípticas, neologismos y atrevidas derivaciones léxicas. Pero yendo al grano, piense usted en una historia de narcos (con todo y romances por conveniencia, pues los narcos tiene dinero y eso facilita la felicidad conyugal) contada por un juglar.
El lector de este libro póstumo conoce a Valente Montaño, quien migró a Estados Unidos para reunir un modesto capital que le permitiera poner una pizzería en San Gregorio (cruzó la frontera dieciocho veces). Los empleados del negocio son sus hijos y su esposa, trabajan día y noche, sin vacaciones. Prosperan. Poco a poco se incrementan los temibles y ejemplares asesinatos en la periferia de San Gregorio. Los narcos –a bordo de camionetas, bien armados y con mucha prepotencia– se apropian del centro del pueblo. Son los que practican el lenguaje del poder: palabras altisonantes, desprecio y humillación. Eso lanzan cada vez que hablan. Al ofender reiteran su posición de dominantes. Como respuesta al asedio de los narcos, el gobierno militariza el pueblo, pero no detienen a narco alguno. Regresan pues a sus cuarteles los soldados. Es cuando lo temible ocurre, pues los “malos” empiezan a cobrar derecho de piso y eso mata cualquier negocio. Aniquila la economía. Ahí comienza el derrumbe de la familia Montaño.
Vista a distancia, esta novela contiene elementos comunes de la narcoliteratura, una trama incluso predecible, pero el humor y el potente estilo de la prosa rejuvenecen el relato. Cito: “Los primeros asomos luego de la batalla. La jamás vista alteración sangrienta. En San Gregorio nunca ese caldeo de hombrías. Las vistas por doquier de los que antes estaban embutidos. Había un silencio casi como en pliegues. Desdoblamien-tos vagos de chasquidos que a veces distraían. Los asomos anónimos que pronto se volvieron mirujeos detenidos: estatuas asombradas a distancia.”.
Obviamente no toda la novela está narrada con esta intensidad (en este párrafo destaco el trabajo magistral del ritmo, consumado por el uso adecuado del punto y seguido), pero basta con el ejemplo referido para mostrar por qué reboza de jovialidad este volumen; sobre todo, señala la inoperancia de la militarización para erradicar a los narcotraficantes. El único pero que se le pone a esta historia es que la psique de los narcos esta expuesta sobre una superficie maniquea.
El paso del tiempo, no mucho pero tiempo al fin que todo lo distancia y lo destruye, revela con preocupación que dos de los autores de mayor solvencia narrativa del país tienen pocos lectores. Es normal que el gran público no apele a las cuestiones técnicas de estos narradores, ni mucho menos a las preocupaciones estéticas que Sada y González Rodríguez lograron sortear en varios de sus libros. La mayoría de los lectores se encandila, claro está, con los temas de moda que impone la industria editorial. Pero me regocija pensar que en algunas décadas, sin duda, volveremos a Sada y a González Rodríguez para entender las renovaciones técnicas de la narrativa mexicana.