Federico Vite
Junio 14, 2016
Una de las cosas amables que pueden ocurrirle a un hombre atribulado, temeroso de perder la vida en la guerra, es haber conocido a una de las personas que más admira. J. D. Salinger y Ernest Hemingway platicaron de literatura en París, en 1944. Se dieron la mano y fumaron un cigarro para amenizar la reunión. Intercambiaron opiniones sobre la literatura por venir y la ya hecha en Estados Unidos. Tuvieron una breve historia epistolar. La sustancia de esas conversaciones tiene un gran impacto vital para el joven Salinger, de 25 años.
En la biografía monumental que prepararon Shane Salerno y David Shields, Salinger (Traducción de Javier Calvo. Editorial Planeta, México, 2014, 728 páginas), se muestran algunos aspectos de esas conversaciones; en especial, los relacionados con la influencia que tuvo un escritor maduro en la vida de un joven narrador. El viejo Hem se alojaba en el hotel Ritz y recibía durante el día a toda clase de personas. Salinger lo visitó. Lo curioso de ese hecho es que Hemingway había leído algunos de los cuentos de Salinger. Charlaron pues de la ferviente admiración de uno por el otro; Salinger se vio muy vivo y le pidió al maestro que le echara ojo a un manuscrito. Hem accedió y comentó, ya con unos alcoholes encima, que ese chico tenía un talento enorme. Esa frase llegó a oídos de Salinger. Le hizo bien saberse apreciado por un tipo rudo. Posterior a esa reunión, se cartearon en un par de ocasiones. Una de las misivas de Hem, que Salinger enseñó a varios de sus compañeros de trinchera y, años más tarde, a una que otra noviecita, comenzaba con la siguientes líneas: “Querido Jerry. He leído con atención varios de los relatos que me enviaste. En primer lugar, tienes un oído maravilloso, y me agrada que escribas con cariño y ternura sin llegar al grado de la cursilería. Sabes que no soy esa clase de persona que dispensa elogios con facilidad, pero de verdad que me ha hecho muy feliz leer esos textos que me pasaste y comprobar que realmente eres un buen escritor”.
Recordemos que a Hem se le consideraba igual que a Tolstoi en Rusia: escritor, soldado, aventurero, reportero, gente que no tiene miedo, persona a prueba de balas. Simplemente, sobrevivió a todo, menos a sí mismo. Estuvo en los malos tiempos, en los buenos: se rodeó del glamour junto a Ingrid Berman, Marlene Dietrich, Ava Gardner. Hem no era una persona, sino un confluencia. Su deporte favorito era pelear. Y vaya, lo hizo con insistencia. Promovía tantas cosas que incluso para alguien como Salinger, prototipo opuesto a ese modelo de escritor, fue atractiva la reunión en el Ritz.
Aparte del encuentro en París, Hem visitó a Salinger en el regimiento. Ahí no hubo tiempo para comentar libros o el trabajo de ciertos autores; daban argumentos sobre cuál era la mejor arma, ¿una Luger alemana o una Colt 45 americana? De cuerdo con los testimonios, tanto de los amigos de Hem como de los soldados que estaban con Salinger ese día, Hem afirmaba que la Luger era la pistola más potente del mundo y para demostrarlo, pues le tuvo que volar la cabeza a un pollo que andaba por ahí. Recuerdan que Salinger se quedó pasmado, sin muchas palabras, sin argumentos.
Realmente, señala Shields y Salerno, todos los críticos y los biógrafos del autor de Para Esmé, con amor y sordidez han tocado este punto: la reunión de Salinger con Hem en el regimiento. Es un tópico con muchísimas versiones. Los académicos califican a esa visita de camaradas como un asunto infravalorado; los historiadores consideran a esas reuniones entre soldados y escritores como el hecho más importante del siglo XX. Se trató de una serie de conversaciones en las que sin duda opinaron de su trabajo, hablaron de sus proyectos y criticaron a sus pares dos de los narradores más influyentes de Estados Unidos.
La pregunta que arguyen los biógrafos de Salinger tiene una validez frívola, ¿qué tanto influyó Hem al autor de El guardián entre el centeno? En palabras del historiador A. Scott Berg esos encuentros tuvieron una interesante charla que no fue desdeñada por Salinger: “Hemingway explicó por primera vez en Muerte en la tarde, y posteriormente en otras entrevistas y libros, que sólo si el escritor tiene el suficiente conocimiento de lo que está escribiendo podrá omitir ciertas partes del relato, y de hecho, cada vez que omita algo estará dando fuerza a la historia. De ahí la comparación con el iceberg, que tiene siete octavas partes bajo el agua y no deja ver más que la punta. Ese hecho le permite al lector una experiencia más grande. Y también explicó en esos encuentros que si el escritor omite algo es porque no lo tiene muy claro, y el lector se dará cuenta al instante y quedará un agujero enorme en la historia”. Notemos, explica Scott, que los relatos de Salinger tienen perfectamente aplicada la teoría del iceberg, ejecutaba de maravilla esa cuestión que Hemingway estaba elaborando; los textos del joven Salinger eran escuetos, daban la impresión de que cada palabra ha sido elegida con meticulosidad. Eso no se aprende más que con un guía.
Para varios estudiosos de la vida del autor de Franny and Zooey, la lección que Salinger aprende del viejo Hem es justamente la del iceberg.
La carta de Salinger a Frances Glassmoyer detalla muy bien esa experiencia del encuentro con un monstruo literario. “He conocido a Hemingway y he tenido un par de largas conversaciones con él. Es extremadamente simpático y carece por completo de patriotismo. Sabe de lo que habla, es generoso, produce mucho y con buena calidad. Escribo esto sentado en mi jeep. A nuestro alrededor caminan cerdos y pollos con una increíble pinta de desinterés. Cavo mis trincheras a una profundidad cobarde. Estoy muerto de miedo todo el tiempo y no recuerdo haber sido nunca otra cosa que un soldado”, refiere Salinger y deja entrever la importancia, en ese momento, de haber conocido a alguien que a pesar de la fama, el alcohol, la fiesta y la guerra pudiera seguir escribiendo tanto y tan bien.
A diferencia de los especialistas, creo que la prosa de Salinger es de una amargura casi contagiosa, de un azoro perpetuo al no saber qué hacer con la vida; aunque técnicamente, sobre todo en Nueve historias, veo al Salinger que domina la teoría del iceberg, noto al escritor que desboca todo el poder de su prosa en darnos cuenta de la terrible y efímera presencia de la belleza en la vida de un hombre sensible, ya roto, ya irreparable y en soledad. Que tengan un martes amoroso.