EL-SUR

Jueves 19 de Junio de 2025

Guerrero, México

Opinión

Hombres desnudos caminan por la orilla de las piedras

Alan Valdez

Abril 12, 2025

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

A Raúl Javier Carmona,
mi padre.

Reynaldo camina acompañado de su abuela. También, corriendo como peces al lado de un pez mayor, el resto de los primos hace montón a lo largo de la vereda. Se dirigen al Río Lirio. Reynaldo tiene 6 años. Es el día de San Juan. Su abuela, él y sus primos llegan a la orilla del Lirio. Una piedra, misterio también mayor, abre el cauce como un aguijón clavado en el mero centro del agua. La flor se vuelve ancha en un cauce de dos pétalos. Clavadistas viejos y nuevos hacen fila encima del obelisco, que, como manecilla, dirige las vidas de todos hacia el final de junio.
Hombres desnudos en la orilla de la piedra doblan un poco las rodillas para decidirse en impulso. Menean su anatomía completa en un aire y en un sol. Reynaldo persigue la trayectoria. Sus primos, al igual que los peces, se distraen en acrobacias marinas. Reynaldo, sus ojos y el aire, y el sol partido por las formas de los cuerpos antes de caer al agua. El agua recibiendo. Los hombres salen a la superficie, viejos y jóvenes, lustrosos envueltos en el misterio glorioso del tacto de mil gotas sobre sus pieles. Reynaldo no deja de mirarlos.
Nadan de regreso, hasta alcanzar la espalda de la piedra que les permite la altura. La montan. Mientras escalan, dejan una pequeña lluvia que va chorreando el lomo quieto del río. El agua va al agua. En fila, un hombre tras otro, edades diferentes, se acercan un poco más cada vez que alguien nuevo quiere sumarse a la idea del clavado. Salta uno, florece otro. Salta uno. Florece otro.
Reynaldo Arenas dice que nunca vio un lirio crecer a las orillas del río. Yo no estoy tan de acuerdo.
Nabokov como Arenas, supo de la dimensión de su yo respecto al mundo también al inicio del verano. El pequeño Vladimir camina con su madre y con su padre. Cruzan un camino de robles. Elena toma su mano izquierda, y su padre, Vladimir Dmítrievich, la derecha sin nunca perder la atención de su espada. Es el cumpleaños de Elena. Vladimir, 4 años, hace preguntas sobre el color de las mariposas. Ella responde. Sí, sí, hijito. Vladimir aprende la edad de sus padres. Y entiende la suya como si comenzara a saber que cada segundo está respirando. Cuatro años. Sí, sí, hijito. Y salta, por primera vez en el mundo, atrapando manchas de sol que se han goteado entre las copas de los árboles.
Sigue siendo el cumpleaños de Elena. Vladimir cumple su nombre en el mundo. Lúcido, sigue saltando desde la orilla de una mancha de sol a otra. Por primera vez, él es quien toma la mano de sus padres. Siguen su camino de robles, y como los bañistas que comparten la reluciente agua del mar, son abarcados por la misma sombra del día.
Raúl. Sus 7 años. Va a lavar con Tomasa, su hermana 3 años mayor. Él carga con uno de los sacos desocupados de arroz, que ahora usan para llevar la ropa sucia al río. Suben por una vereda alisada por tantos pies y que a los lados está llena de árboles. Nanche, marañona, mango, ciruela. Las ramas de sus árboles, de tan llenas de fruta, se acercan al suelo como si fueran una mano llena de anillos que se ha cansado. Es el centro y la flor y la primavera. Los caminantes que van a lavar a las pozas aprovechan para agarrar merienda, muerden la fruta y cuando se empalagan la tiran hasta encontrar un sabor nuevo.
La caminata cede su tramo de barro al calor del cerro. Pura piedra que de tan gris pues muy azul cuando se moja. Las mujeres alrededor de las pozas tallan, el agua se mueve, hace espuma. Otras van y tienden los trapos encima de los minerales quietos y asoleados, cuidando extender bien las esquinas de las prendas para que no se arruguen. El sol, desde arriba calienta las nucas de las mujeres que restriegan playeras, pantalones y sábanas con una barra de jabón rosado.
Se levantan desde la piedra que han elegido. Toman la tela por ambos extremos y sacuden. A veces ocurre que todas lo hacen al mismo tiempo. A veces ocurre que una sí y otra no. El sol, desde arriba, calienta el agua que es sacudida de la ropa y se hacen aros de colores a lo largo del río. Mujeres, con los vientres mojados, paradas, despliegan en el aire sus banderas, una y otra vez. No hay himno ni ceremonia, pero entre ellas se aplauden y se ríen gritándose de una orilla a otra. Arajo comadre, arajo Chata, pue´ cuántos hijos de su pinche madre parió.
Los niños ahí solo tienen dos encomiendas, cargar la ropa sucia y después, regresar a casa con la ropa seca y limpia. Por mientras juegan al río y a la fruta.
Tomasa le dice a Raúl que no se vaya tan lejos. Raúl, 7 años, oye lo que tiene que oír. Ve a los otros niños subirse a las piedras y desde ahí saltar al agua. Ve a los otros niños salir del agua y luego volver a la piedra, mojados y chirundos. Raúl, arajo, papi, pue´que yo no te tengo que estar gritando mi niño. Ándate recio papi, y alcánzame la bandeja que ya se la lleva el río.
Tomasa y sus amigas lavan. El sol va dando la vuelta sobre sus espaldas. Raúl mira a los niños saltar. Siente la intención en sus pies, pero no se acerca. Los mira, come una marañona, junta el hueso que le sobra con los otros que ya tiene enterrados. Los sigue mirando. Tomasa y sus amigas dejan de lavar y se van a tender.
Raúl de tan cerca que ahora está del juego de los otros niños, alcanza a ser salpicado por sus acrobacias. Los niños, desde adentro del río empiezan a palmear la superficie del agua. El agua salta. No tenga miedo, api, salte api. El aire mece el cerco de mangos y de nanches y tira algunas frutas directamente al río. Raúl mira a la fruta caer y luego flotar más allá de las pozas. El aire vuelve a pasar y pasa el sol y pasan otras mujeres con cestos sobre las cabezas. Ahora caen unos mangos. No tenga miedo api, ande api.
Desnudo, mi padre, siente la orilla de la piedra bajo sus pies. Los árboles están inclinados sobre el río. El día está inclinado sobre el río. La última fruta cae. Mi padre dobla sus rodillas.
Salta.
El agua adquiere el color de todo.
Raúl es vestido por el río. Su cabello siente los aplausos de los niños que menean la superficie del río con sus palmas. Saca la cabeza. Busca de quien sostenerse. Lo encuentra. Lo ayudan a subirse a una de las piedras. Primero ve sus huellas de agua sobre la piedra gris, ahora azul y luego se agacha a ver su reflejo para mirar su cabello puchunco, aplanado y liso por la mano del río.
Los niños aplauden. Tomasa le grita. Pero ya nada de eso importa. El juego ha sido iniciado, y mientras su hermana termina de lavar los calzones y faldas de las otras cinco hermanas, Raúl salte que salte, rana que rana hasta que queda bocarriba, exhausto mirando la luz que se filtra entre las hojas de los nanches que crecen al lado de estos ríos.
Como a las cinco y media de la tarde, las mujeres empiezan a recoger y a doblar en sus costales y cestas las últimas prendas de ropa que les quedan por secar. Las piedras, ahora desnudas, muestran una mancha de humedad que pronto, por el calor de abril, se disipa como si se levantara con el aire. Tomasa y Raúl sienten lo tibio de la arena bajo sus pies y recogen mangos nuevos de las ramas. Raúl sigue recogiendo marañonas, pero ya no se las come, solo desprende a la fruta de su hueso que, adentro, después de calentarlas en la bandeja de aluminio, soltará el sabor latente del anacardo.
Raúl le pregunta a Tomasa que por qué le llaman nuez de la India a esa masita que sale del hueso de la marañona si la India es un lugar que está muy lejos. Tomasa solo contesta que Ay chamaco preguntón, anda, mejor ayúdame con esta otra bolsa que me duele la espalda.
Ambos siguen con el río el camino de bajada. De nuevo la tierra lisita por tantos pies. En algún punto del cerro, el río se adhiere a otro cauce más amplio. Ellos se dirigen por el monte hasta salir a la calle Trece. El río, por su parte crece, con la corriente de otras aguas hasta transformarse en el brusco El Camarón, que va a desembocar hasta las arenas de la Playa Carabalí, justo en el centro de la herradura de la Bahía de Acapulco.
Desde la casa donde crecí con mis padres, mis hermanos y mi abuela, se alcanza a ver la bahía. Su brazos vigorosos y verdes, sobre todo de julio a septiembre, parecen sostener no el agua salada del Pacífico, sino más bien una bandeja de plata donde a veces los barcos se despliegan en líneas de espuma con la misma sobriedad que tienen algunas escrituras antiguas que son indescifrables.
Mi abuela tenía en esa casa un enorme jardín hecho con retoños de plantas, o regalados o robados de otras jardineras. Un mango, un nanche, un guanábano, un almendro. Mi abuela le ponía un listón colorado a cada una de sus plantas para que no les hicieran mal de ojo. Aún así, las gentes de pasada le arrancaban frutos a los árboles y los marranos que andaban sueltos por el cerro, sin distinción entre planta comestible y ornamental, aprovechaban para atascarse de hojas y retoños si El manchas andaba con la guardia dormida.
Afuera de la casa había una piedra enorme. Mis hermanos y yo le llamábamos La ballena. Una piedra del tamaño de un auto, justo al final de una de las laderas donde la gente iba a quemar basura. Había adquirido una coloración artificial hecha de humo y bolsas de plástico quemadas. Nosotros nos subíamos encima de ella. Desde ahí, cuando el aire pasaba y movía las ramas del amate, lográbamos mirar el mar. Descalzos, con un palo de escoba cada uno de nosotros, semejábamos la balsa y remo. Nos dirigíamos a pesar del no movimiento hacia unas aguas profundas y Santa Lucía se atendía cada vez más cerca.
En aquel cerro hecho de granito y tepetate jugábamos a saltar de una piedra a otra hasta llegar a la entrada de la casa como si estuviéramos trepando un río seco. Niños descalzos caminando por la orilla de las piedras, sosteníamos palos de escobas como si fueran las astas de unas banderas desconocidas por nosotros. El mar por allá a lo lejos y mi padre llegando del trabajo a comer, diciéndonos, arajo chamacos, ya andan de malcriados otra vez. Y sí.
Lo abrazábamos. Nos acariciaba el cabello. Y nos remataba su saludo con un este sábado hay que ir a Caleta, hace buen mes, es primavera.
Mi abuela, desde la entrada de la casa, sonriendo con el orgullo de una madre cansada. Mi padre volteaba a ver el mango y el nanche y antes de abrazarla le decía se acuerda amá, cómo daban de fruta esos árboles allá en la poza.
Raúl dejaba su portafolio en la entrada. Se quitaba los zapatos de vestir que mostraban un boleado reciente. Metía los calcetines adentro del calzado. Se arreman-gaba el pantalón. Escuchaba cómo su madre le gritaba, arajo Raúl, pareces chiquito. Anda que te vas a caer. Y Raúl, 42 años, se dedicaba a brincar descalzo, pies lisitos, entre las piedras, para perseguir a sus tres hijos a lo largo de un río seco.