EL-SUR

Jueves 02 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Humanizar

Andrés Juárez

Abril 26, 2019

Al menos tres veces he sido atacado por perros. La que recuerdo con mayor pánico es la de la infancia. Mi madre me enviaba a entregar tortillas que ella hacía para vender –y sobrevivir–, y en la casa de destino había una fiera gigante como elefante, que escupía, rabiosa, litros de baba, enseñaba unos colmillos del tamaño y brillo de un sable de samurái. Así lo recuerdo. La última vez, iba caminando tan distraído que no vi venir al silencioso perro: me di cuenta por el dolor. Aprendí a desconfiar de esas bestias. Me convertí en peatón que disfruta de observar la calle, los edificios y a la gente mientras escucha música, perdida en sus pensamientos. Cuando un perro se me acercaba, lo único que sentía era una agresión. Tranquilo, me decían los dueños, sólo quiere jugar. Odiaba al animal no humano, pero sobre todo al humano: ¡yo no quiero jugar con su mascota! En realidad odiaba la invasión a mi espacio personal. Con el tiempo aprendí que, como en todo, la diferencia es la educación del can.
Pero dicen que todo humano se parece a su perro. Y dicen también que uno no encuentra al perro sino que el perro lo encuentra a uno. A mi bisabuelo le apodaban Perro Negro, porque tenía el poder de transformarse en uno por las noches, según la gente, y salía a deambular para hacer el mal. Sus descendientes heredamos el mote, cada uno de nosotros es un perronegro (en algunos lugares a esta leyenda le dicen perro del mal). Quizá por eso llegué a desear que un perro negro curara mi perrofobia. Mística aparte, hace un par de meses tuve un cambio drástico de vida (no es el primero y espero que no sea el último, pero uno nunca se acostumbra a quemar las naves). Dejé la ciudad para asentarme en el campo. Con los gases tóxicos debí dejar también amigos, amigas, pareja y todo lo que uno puede acopiar de valor en 12 años. Solo y sin ver a mi alrededor un grupo al cual pertenecer, comencé de cero una vez más. Tal vez esta sea la mejor explicación mística sicológica sobre mi proyección emocional en aquel perrito de semanas de nacido, desnutrido, pelo hirsuto, parasitosis y sarna, de caminar lento y mirada distraída, que me mostró un compañero de trabajo. Lo imaginé solo y distinto entre una jauría de perros ferales (sin dueño). El cachorro me vio un segundo y movió la cola. De inmediato lo adopté, sin saber bien a bien cuál sería el resultado.
Envuelto en una bolsa para no contagiarme de sarna, lo llevé al veterinario. Lo observé durante la noche. Estaba tembloroso, con miedo, con las orejas caídas, sin poder comer y apenas podía beber agua. Y sin embargo, movía la cola al verme. ¿Cómo no interpretar ese gesto como un grito de auxilio, por encima de su desconfianza, de su miedo? ¿Hacen falta las palabras? Tuvieron que pasar tres semanas para que pudiera abrazarlo y jugar con él. Desde entonces se ha construido una relación de comunicación muy interesante. Es la confirmación de lo que dijo Anatole France: “Hasta que no hayas amado a un animal, parte de tu alma estará dormida”.
Me convertí en eso que juré combatir. Aunque darles trato de humano –con ropa y lenguaje y terapias– siempre me ha parecido injusto para la naturaleza del perro y un tanto ridículo para el humano, decidí nombrarlo como mi escritor favorito y darle mi apellido. Prometo que hasta aquí llegará la humanización de Rulfo Juárez. Pero, ¿yo lo humanizo a él, o él me humaniza a mí?
Sacar un perro de la calle, sanarlo, educarlo, esterilizarlo, además, tiene un ángulo público, en un país donde 70 por ciento de las mascotas son abandonadas, pasan a ser de la calle y terminan siendo ferales. “El 75 por ciento de perros callejeros no han recibido una vacuna o desparasitación en toda su vida, lo que se convierte en un riesgo para la salud pública y un foco de infección para otros perros” (Excélsior). Los perros ferales, sobre todo en zonas cercanas a áreas forestales, tienen un impacto ambiental considerable. Al carecer de comida disponible, se lanzan en jauría a cazar fauna silvestre. Así, pueden atacar de día o noche, mermando las poblaciones de fauna pequeña y mediana por depredación o transmisión de enfermedades. “Los perros y los gatos machos tienden a ser territoriales, al marcar su espacio con orina –hace notar Rafael Flores Peredo, de la Universidad Veracruzana–, con el paso del tiempo esto puede desencadenar problemas potenciales sobre las poblaciones de los animales nativos, al generarles cambios fisiológicos y conductuales, impidiéndoles reproducirse o comer, lo cual derivaría en un descenso drástico en la población que llevaría a eliminarlos de su hábitat original”.
Más allá de lo estrictamente personal, cada quien podría contribuir a mejorar la vida de estos seres no humanos, alimentarlos, curarlos y evitar que se reproduzcan, lo que reduce el posible impacto sobre la biodiversidad y la salud pública que pueden causar.

La caminera

México ocupa el primer lugar en abandono de animales domésticos de América Latina. Tiene el mayor número de mascotas en situación de calle, ya que 70 por ciento son abandonadas y no tienen hogar (Sipse).