EL-SUR

Miércoles 08 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Ignacio Manuel Altamirano Basilio, guerrerense distinguido del siglo XIX

Fernando Lasso Echeverría

Enero 12, 2016

(Primera parte)

Don Ignacio Manuel Altamirano, como poeta, abogado, militar, cronista y narrador, formó parte del grupo de los grandes liberales de la segunda mitad del siglo XIX, integrado entre otros por Ignacio Ramírez, Francisco Zarco, Guillermo Prieto y Vicente Riva Palacio, verdaderos forjadores de la nueva República. Altamirano había nacido en Tixtla el 13 de noviembre de 1834, población que pertenecía en ese entonces al Distrito de Chilapa del extenso Estado de México, que llegaba hasta la costa del Pacífico acapulqueño y abarcaba toda la Costa Grande del después estado de Guerrero, y lo complementaban la superficie geográfica del actual estado de Morelos, la del estado de Hidalgo y parte de Tlaxcala. Era sin duda, una gigantesca entidad federativa que rodeaba por todos lados a la capital del país. Los padres de Ignacio Manuel fueron don Francisco Altamirano, quien se desempeñaba como alcalde de Indios en el pueblo mencionado, y doña Juana Gertrudis Basilio.
Ignacio, a los siete años de edad ingresa a la escuela básica de su pueblo, hablando un castellano imperfecto, en la cual a pesar de los prejuicios que sufrió por ser indígena puro, logra perfeccionar el idioma y ser un distinguido y destacado alumno, al grado tal que fue seleccionado para ser el primer becario que las autoridades municipales de Tixtla enviarían al Instituto Literario de Toluca, la capital del estado, pues desde ese año (1849) por indicación del gobierno estatal, cada una de las municipalidades del estado tenía la obligación de mandar a esa institución a un joven local que se distinguiera como estudiante y perteneciera a las familias más pobres, mismo que recibiría 16 pesos mensuales como beca y la oportunidad de continuar estudios superiores en esa casa de estudios. Vale la pena mencionar que Ignacio Manuel ingresó con muchas dificultades, dados los prejuicios raciales que le originaron notables barreras para su inclusión en ese medio elitista. Por otro lado, su estancia se vio gravemente complicada por coincidir su llegada al Instituto Literario de Toluca con la erección del estado de Guerrero, situación que trocaba su origen de mexiquense a guerrerense, cambiando totalmente las reglas. Es don Juan Álvarez, el gobernante del nuevo estado de Guerrero, quien intercede epistolarmente con el gobernador mexiquense, Mariano Riva Palacio, para que ayudara a su paisanito en apuros, y logra el apoyo.
Para el siguiente año lectivo (1850), la novedad en el Instituto Literario era el regreso de un profesor alejado durante varios años de la institución, y quien era poseedor de una fama que oscilaba entre lo fantástico y lo aterrador. Se sabía que era abogado, liberal y ¡ateo! Que había leído íntegra la biblioteca de San Gregorio donde había estudiado; que uno de sus primeros actos públicos había consistido en proclamar la inexistencia de Dios, y que había sido uno de los redactores del periódico antigobiernista Don Simplicio, hecho que le había costado estancias en la cárcel. A esa dudosa reputación lo ayudaba el seudónimo que empleaba desde hacía unos cuantos años en el oficio periodístico: El Nigromante, y se trataba obviamente de don Ignacio Ramírez.
Este hombre se volvió un personaje esencial en la vida del joven estudiante tixtleco, a quien Altamirano se acercó en forma espontánea. El encuentro fue decisivo, e Ignacio Manuel jamás se cansó de afirmar que Ramírez había sido como un padre para él. De esta manera, el joven Altamirano fue orientado con las ideas liberales de su maestro; su pensamiento se desarrolló en el ambiente progresista del Instituto y se consolidó en el trato con otros profesores de similar perfil ideológico; a estas enseñanzas se atendría el resto de sus días. Sin embargo, los problemas de Altamirano en el Instituto no tenían fin. En el mismo año de 1850 fue amenazado con la expulsión del Colegio, pues grupos de estudiantes antagónicos lo culpaban de la autoría de unos versos obscenos, y fue necesaria nuevamente la intervención epistolar de Juan Álvarez ante Mariano Riva Palacio, para evitar la vergonzosa expulsión y que Ignacio Manuel prosiguiera sus estudios en el Instituto.
A mediados de 1851, gracias a su buen desempeño escolar, el alumno Altamirano fue nombrado auxiliar de bibliotecario en el mismo Instituto, hecho que alivió en parte la intranquilidad económica en la que vivía, pues su deuda con la institución había crecido. Por otro lado, el cargo le permitía leer cuanto quería; lo mismo tenía a los clásicos griegos y latinos, que a los enciclopedistas, cuyas ideas a esas alturas del siglo XIX todavía resultaban inquietantes y escandalosas a los militantes del conservadurismo. Asimismo, ese año el Instituto fundó sus talleres de litografía, que abrían la posibilidad de capacitar a los estudiantes en el arte de la impresión, y que provocaron con su inauguración un verdadero ambiente festivo. En el primer folleto publicado por esta imprenta, se daban a conocer dos pequeños poemas de Ignacio Manuel, dedicados con gratitud al gobernador mexiquense y al director del Instituto Literario.
No obstante, en 1852 sorpresivamente todo cambió. Hubo permuta de director, y el nuevo pertenecía al grupo de los moderados enemigos de Ignacio Ramírez, quienes estaban incómodos con su presencia en el Instituto como profesor de literatura. La nueva tónica no hacía esperar nada bueno para una comunidad formada en un espíritu libertario y que había conservado a sus profesores sobresalientes merced a la firme defensa que de ellos había hecho el anterior director. La medida tomada por su sustituto fue la de no prorrogar los contratos de los profesores de filiación liberal y la misma suerte la sufrió Altamirano, el alumno nada dócil ligado íntimamente con El Nigromante y el grupo de profesores liberales despedidos. De repente, el joven Ignacio Manuel, expulsado del Instituto, parecía haber quedado en el absoluto desamparo; sin embargo, no volvió a su pueblo y se quedó hasta el fin de año en Toluca, enseñando francés en una escuela privada, a cambio de hospedaje y comida. Poco después, Altamirano se dirigió al actual estado de Morelos en donde conoció a otro de sus benefactores, el hacendado vasco Luis Rovalo, quien valoró la capacidad intelectual de Ignacio Manuel y le tomó afecto, recomendándole finalmente con su paisano y amigo personal José María Lacunza, rector del Colegio de San Juan de Letrán de la Ciudad de México, en donde Altamirano continuó sus estudios, con el apoyo económico de Rovalo. Es por ello que Altamirano siempre demostró durante toda su vida, una gran veneración por este hombre, y llamaba “hermano” a Agustín, el hijo de don Luis.
Ignacio Manuel Altamirano volvía a las aulas en 1852, a la mitad de la presidencia de Manuel Arista, y a pesar de estar entregado por completo a sus estudios, atestiguaría en las calles de la Ciudad de México la inestabilidad política imperante, que llevaría al mandatario a renunciar en octubre del año mencionado; un par de sustitutos fueron el preámbulo del onceavo regreso al poder de Antonio López de Santa Anna, en abril de 1853, quien para un joven formado en las ideas del liberalismo radical como Altamirano, era un personaje inquietante; nuestro biografiado no se equivocó, y a los pocos días de iniciado el nuevo gobierno, se promulgaba una durísima ley de imprenta, que le costó la cárcel a periodistas, editores e impresores. Liberales destacados como Benito Juárez y Melchor Ocampo tuvieron que exiliarse. La muerte de Lucas Alamán a las pocas semanas de iniciado el último periodo de gobierno santanista dio al traste con esta administración, pues desapareció cualquier viso de racionalidad e inició una extravagante dictadura que inventó una serie de disparatados impuestos para financiar la fastuosidad de la corte presidencial; es entonces cuando empiezan a llegar desde el sur voces de revuelta, que terminan con la tranquilidad de Altamirano y lo empujan a entrar de lleno en la militancia liberal.
Para Ignacio Manuel, la defensa de los ideales liberales resultó tan importante como su propia educación. De tal manera que, abandonando el Colegio de San Juan de Letrán se marcha al estado de Guerrero, y se desempeña como asistente de Juan Álvarez, en donde tiene la oportunidad de conocer a Benito Juárez, quien también se hallaba en la Hacienda de la Providencia en el municipio de Acapulco en calidad de colaborador del paternal cacique estatal. De ahí, Ignacio Manuel, enviado por Álvarez, se traslada a Cuautla, en donde –apoyado por Rovalo– se reúne con grupos liberales locales, quienes apoyarían a las tropas comandadas por los líderes de Ayutla rumbo a la Ciudad de México. Ello explica porqué el joven tixtleco fue elegido orador oficial por la Junta Patriótica de Cuautla, para la ceremonia cívica del 16 de septiembre de 1855, ya en un clima de absoluto triunfo, pues Santa Anna tenía más de un mes de haber salido del país. Un mes después, Álvarez fue nombrado en Cuernavaca presidente interino de la República, cuyo gabinete estuvo integrado por liberales puros como Juárez (Justicia), Ocampo (Relaciones Exteriores) y Prieto (Hacienda), equipo en el cual desentonaba el tibio de Ignacio Comonfort que ocupaba el Ministerio de Guerra.
Altamirano decidió entonces regresar a la Ciudad de México y argumentando sus méritos en el movimiento de Ayutla, solicita una “beca de gracia” que le es concedida –otra vez– con el apoyo de Juan Álvarez, y le permite reanudar en San Juan de Letrán sus estudios de abogacía, que había dejado inconclusos. Cursa la carrera de derecho a una velocidad impresionante; en poco menos de dos años presenta con excelencia exámenes pendientes de segundo, tercer y cuarto año, y logra titularse, para de inmediato involucrarse en el periodismo y convertirse al mismo tiempo en maestro de latín; por las tardes asistía a las clases de jurisprudencia teórico-prácticas dependientes del ilustre Colegio Nacional de Abogados, y practicaba su profesión en el despacho de su amigo el talentoso Juan Díaz Covarrubias, quien es considerado el autor de la primera novela histórica mexicana llamada: Gil Gómez el insurgente. En esas estaba el ya abogado Ignacio Manuel Altamirano, cuando estalla la Guerra de Reforma y la matanza de Tacubaya –en donde fueron masacrados varios amigos suyos, entre los que estaba Díaz Covarrubias–, que lo obligan a regresar a Guerrero, no sin antes resolver su vida personal casándose con su paisana Margarita Pérez Gavilán, bisnieta de Vicente Guerrero, quien había ingresado becada en el Colegio de San Ignacio de Loyola (Las Vizcaínas) de la Ciudad de México, precisamente por este parentesco.
Doña Margarita Pérez Gavilán era nieta de doña Natividad Guerrero, hija natural de don Vicente Guerrero nacida en Los Arenales de la Costa Grande. Al parecer, Natividad –viviendo con sus abuelos los Guerrero en Tixtla– casó con un hombre de apellido Catalán, y fue la madre de Catalina Catalán Guerrero, suegra de Ignacio Manuel Altamirano; doña Catalina había contraído matrimonio con un respetado juez tixtleco de apellido Pérez Gavilán, quien murió dejándola viuda, joven y con una pequeña hija llamada Margarita; en estas circunstancias, doña Catalina se une con un músico ometepecano de apellido Guillén, con quien tuvo cuatro hijos, medios hermanos de Margarita, llamados Catalina, Aurelio, Palma y Guadalupe, que finalmente, fueron abandonados por el padre; en esta situación fue que Ignacio Manuel conoce a Margarita y se casa con ella; Ignacio y Margarita no tuvieron descendencia propia y, por ello, adoptaron como hijos a los cuatro medios hermanos de Margarita (biznietos de Vicente Guerrero), a quienes les dio su apellido. Estos muchachos –quienes llamaban Papá Nachito a Altamirano– gracias a las relaciones sociales y políticas de su padre adoptivo tuvieron un destino venturoso: las mujeres se casaron con miembros distinguidos de la sociedad porfirista de fines del siglo XIX, y el varón fue trabajador del servicio exterior del gobierno de México en varias embajadas europeas.
Altamirano regresa otra vez a su nuevo estado natal a finales de 1859, encontrándolo totalmente convulsionado. En Guerrero, la Guerra de Reforma había cobrado particular virulencia, y la zona de Chilapa –donde el clero local ejercía un caudillaje tenaz y activo contra las fuerzas liberales– era escenario de duros enfrentamientos. En aquellos enconados combates, un militar iba a destacar: el tixtleco Vicente Jiménez, uno de los hombres a quienes Juan Álvarez había confiado mandos y tropas desde los días de la revolución de Ayutla.
Por todo lo anterior, Ignacio Manuel Altamirano no encontró una vida fácil para él y los suyos en su población natal; Jiménez le había concedido permiso para que ejerciera la abogacía en el estado y lo convirtió en su informante y asesor; asimismo, recibía un pago mínimo por escribir participaciones en el periódico oficial El Eco de la Reforma, pero tenía muchas bocas que alimentar. Las tareas de informante de Altamirano para Jiménez fueron siempre epistolares, y en ellas, don Ignacio Manuel opinaba sobre las maniobras conservadoras, de los movimientos militares locales, de las pugnas que estallaban entre los jefes y también se ocupaba de transmitirle a Jiménez, las noticias que llegaban del centro del país. Sin embargo, la negativa de Jiménez de que Altamirano se uniera a las fuerzas militares jimenistas, hizo que buscara en la Hacienda de la Providencia a su antiguo protector Juan Álvarez, quien, junto con su hijo Diego, continuaban siendo el poder indiscutible del sur del país.
El olfato político de Álvarez detectó en el abogado Altamirano inteligencia, vehemencia y mucha fe liberal, hecho que le allanó a éste el camino para volver al círculo de colaboradores de la familia Álvarez, y le hacía un prospecto atractivo para enviarlo de regreso al centro del país, en calidad de pieza útil; la derrota del conservadurismo era inminente y la convocatoria emitida por Juárez para llevar a cabo la elección de diputados, estaba fijada para noviembre de 1860. Altamirano, alcanzó la diputación con el apoyo de Álvarez.
Presidente de Guerrero Cultural Siglo XXI AC.