Lorenzo Meyer
Marzo 09, 2020
Una forma de caracterizar a la democracia es entenderla como un choque constante entre la imaginación –una imaginación generosa en la que todos valemos lo mismo– y la realidad, una realidad que oscila entre la dureza y la brutalidad de la diferencia. La democracia política demanda de los ciudadanos la voluntad de imaginar algo que la realidad niega: que todos tenemos el mismo derecho y la misma oportunidad de hacer saber nuestras preferencias y que en ese contexto la voluntad mayoritaria puede y debe gobernar a una realidad donde factores como riqueza, género, educación, edad o raza, entre otros, niegan la igualdad.
Fue en el siglo VI a. C. que en Atenas, en la geográficamente pequeña pero intelectualmente formidable península griega, la imaginación y determinación de una mayoría de quienes si alcanzaban a tener la calidad de ciudadanos fue capaz de revolucionar un sistema político donde las decisiones las habían tomado reyes, aristócratas, oligarcas o tiranos, y sustituirlo por otro “antinatural” en que la mayoría, por ese sólo hecho, tenía el legítimo derecho a tomar las decisiones del poder, sin importar su linaje, su educación o su riqueza y, por tanto, a designar y remover a quienes debían ejercer los cargos de gobierno. Ahora bien, en el origen de la democracia la mayoría era en realidad una auténtica minoría, pues en el contexto ateniense la ciudadanía excluía a las mujeres, a los esclavos y a los extranjeros, es decir, a la mayoría social.
La base de la legitimidad del sistema ateniense era la igualdad y libertad de los ciudadanos, que tomaban sus decisiones en asamblea –democracia directa– donde todos tenían el derecho a intervenir. Ahí, en un contexto de desigualdad real, se sembró la semilla de un sistema de igualdad de poder que tomaría milenios en extenderse por el mundo y que aún no lo hace de manera plena.
La democracia ateniense tuvo muchos problemas y enemigos internos, Platón, por ejemplo, defendió el gobierno “de los sabios” y Aristóteles optó por las élites. Finalmente, a ese experimento lo acabó el factor externo: la conquista de los macedonios y luego de los romanos. Roma extendió en su amplio imperio el concepto de ciudadanía, pero no el de democracia. El cristianismo medieval aceptó la igualdad radical, pero sólo en el otro mundo: sólo ante Dios serían realmente iguales el pastor y el rey.
Sería en la Europa de la Ilustración y, sobre todo, con las revoluciones norteamericana y francesa y sus respectivas constituciones cuando la idea de la democracia como la mejor y más justa forma de gobierno volviera a adquirir sentido, aunque aún debió enfrentarse al esclavismo, al colonialismo, a la discriminación racial, a los requisitos de propiedad como condición necesaria para votar y ser votado y a la resistencia a incorporar a las mujeres como sujetos políticos de pleno derecho.
En principio, y tras dos milenios y medio, para participar en la vida democrática hoy ya no deberían importar género, raza, tampoco la educación formal, el tener propiedades o un ingreso mínimo, aunque el carácter de extranjero sigue siendo un impedimento. En la realidad, el mayor obstáculo para la práctica democrática es la enorme desigualdad social de nuestro país y de muchos otros países. Las diferencias de clase impiden que la igualdad política teórica sea realidad a partir del arribo del individuo a la edad adulta y que todos los miembros de una polis tengan el mismo peso, la misma valía y las mismas oportunidades en los asuntos públicos.
La marcha de la democracia ha sido lenta, insegura, con grandes y graves tropiezos y aún estamos lejos de arribar a la igualdad efectiva de la calidad ciudadana. Observadores como Freedom House reportan retrocesos serios a nivel mundial en la evolución hacia el ideal democrático, incluso en países que se asumen como líderes en el proceso, como Estados Unidos (Freedom in the world, 2020).
Finalmente, ya no es mucho pedir a la imaginación colectiva que se acepte la igualdad de raza o género, pero sigue siéndolo que se reconozca como actores políticos de igual valía al campesino de la montaña de Guerrero que a un super millonario que aparece en Forbes. Pese a ello o por ello, hay que seguir demandando de la imaginación democrática su capacidad y compromiso para que, efectivamente, se considere como iguales a los desiguales sociales. Pero, a la vez, hay que ayudarle con medidas que mitiguen de manera sustantiva las distancias clasistas y sus consecuencias. Hay que transformar en virtuosos los círculos viciosos que aún operan en este campo.