Lorenzo Meyer
Marzo 23, 2017
Calificar a las fuerzas armadas de “institución de instituciones” viene a ser una admisión indirecta del fracaso de toda la red institucional civil del gobierno mexicano.
A ojos del presidente Enrique Peña Nieto(EPN), las fuerzas armadas son la “institución de instituciones”. Para el general Guillermo Almazán, los militares “somos el último recurso del poder político …” (La Jornada, 16 de marzo).
Hace medio siglo, quienes hacían el diagnóstico del sistema político mexicano, ya fuese desde dentro o desde el exterior –autores como Pablo González Casanova, Robert E. Scott o Vincent Padget– no ignoraban la importancia del ejército, pero ya no le veían como la “institución de instituciones”, ni subrayaban su carácter de “último recurso del poder político”.
González Casanova, en su clásico La democracia en México (Era, 1965), al listar los “verdaderos factores de poder en México”, colocó primero a los caciques y caudillos regionales, luego al ejército, el clero y los empresarios (pp. 45-71). Hoy, en cambio, ejército y armada están cotidianamente en las noticias porque, efectivamente, se han convertido en el último recurso del gobierno para evitar que el crimen organizado avasalle al gobierno y al resto de la sociedad.
Retorno al origen. Al concluir la etapa más violenta de la Revolución Mexicana, Venustiano Carranza pretendió sacar al ejército del centro del poder, pero fue el ejército quien sacó a Carranza. Y en los años siguientes ese ejército, hechura de la Revolución, fue el principal apoyo institucional del nuevo régimen. El partido del Estado –PNR-PRM-PRI– se tomó su tiempo para formarse y ocupar un espacio que permitiera a la Presidencia y a su burocracia civil instalarse, por fin, en el centro de la política.
A partir de la derrota política de los generales Juan Andrew Almazán (1940) y Miguel Henríquez Guzmán (1952), las fuerzas armadas mexicanas, sin enemigo externo verosímil –en el norte, por enfrentar a un vecino muy fuerte y en el sur muy débiles– sólo de tarde en tarde volvieron a recibir los reflectores políticos, cuando el control de una Presidencia autoritaria –notablemente estable para la época– fallaba en sus mecanismos de cooptación, como en 1968, las “guerras sucias” o en el enfrentamiento con el neozapatismo. Hoy las cosas parecen haber vuelto a lo que eran hace noventa años, con el ejército siempre fuera de los cuarteles en su papel de sostén del poder político, o lo que queda de él.
Fue la combinación del auge del narcotráfico, el fin del presidencialismo sin contrapesos y el fracaso de la transición democrática, lo que volvió a poner a las fuerzas armadas en el papel no del “último recurso” sino del primero para mantener la gobernabilidad. Sin embargo, y como los mandos militares lo han manifestado, ese papel no lo han buscado ni les corresponde. La centralidad castrense es producto de un rotundo fracaso de las instituciones civiles, atribuible, en gran medida, a su corrupción.
En un gobierno y Estado bien llevados, la Presidencia, el Congreso y la Suprema Corte deberían ser las grandes instituciones. Sin embargo, aquí y ahora, únicamente el 12% de la ciudadanía tiene confianza en esa Presidencia (Reforma, 18 de enero). Algunos gobiernos estatales son casos extremos de corrupción e irresponsabilidad, como fue el de Javier Duarte en Veracruz. El Poder Judicial se ha divorciado del sentido de lo justo, por ello apenas poco más del 20% de los mexicanos confía en los jueces. El Congreso y los partidos están tan alejados de sus supuestas bases sociales, que la ciudadanía los ha colocado hasta el fondo de su escala de confianza, (Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México, 2014, p. 128). Las encuestas también nos dicen que los llamados “poderes fácticos”, básicamente las grandes concentraciones de poder económico, tampoco tienen gran credibilidad. El prestigio de los medios de difusión varía pero, en cualquier caso, la televisión ya perdió su poder de control sobre la opinión pública.
Las fuerzas armadas del Estado son el conjunto de las policías, por un lado, y el ejército y la armada por el otro. En México hay un golfo enorme entre ambos por lo que respecta a su eficacia y prestigio. En ninguna época histórica las policías gozaron de la confianza de sectores sociales importantes, pero el auge actual del crimen organizado erosionó la poca que hubieran podido acumular. Por eso ejército y armada desempeñan hoy el papel de la única y última fuerza para enfrentar a un crimen organizado que, con su impunidad, capacidad de corromper y de ejercer una violencia sin límites, hace cada vez más precaria la seguridad ciudadana.
Como sea, ejército y armada no pueden restaurar el orden perdido y la cifra de 200 mil muertos y 30 mil desaparecidos durante los dos últimos gobiernos, lo prueban. La “institución de instituciones” está desgastada por una guerra sin fin pues, por ella misma, no puede acabar con las fuentes de financiamiento del crimen organizado: el narcotráfico, el lavado de dinero y la enorme red de corrupción que alimenta y que se alimenta del crimen organizado.
Para concluir, mal está un México cuyo régimen político depende de una “institución de instituciones” militar. Sin una red institucional civil efectiva, con legitimidad, ninguna estructura castrense, por más que lo intente, puede llenar el vacío dejado por el fracaso del sistema en su conjunto: “Las bayonetas sirven para mucho, menos para sentarse en ellas” (Talleyrand-Perigord).
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