Lorenzo Meyer
Agosto 30, 2018
Hasta siempre, don Rafael Segovia, Profesor Emérito. Lo que España perdió entonces, lo ganó El Colegio de México.
Las pugnas políticas son, también, lucha de interpretaciones. Cualquier hecho complejo en el ámbito de la disputa por el poder es imposible de ser recreado en su totalidad y explicado con objetividad. Ahora bien, lo anterior no impide que las tres cosas –recrear, explicar y hacerlo con objetividad– deben de intentarse pese a que ni los propios involucrados en este tipo de eventos pueden saber y estar conscientes de cuántos factores intervinieron y cómo lo hicieron en los hechos en que ellos mismos participaron. Así pues, lo que está sucediendo hoy en el gran escenario de la política mexicana –la victoria de la oposición y la casi desaparición del que fuera el partido político más importante en el último siglo–, está sujeto a muchas narrativas e interpretaciones que, además, irán cambiando con el transcurso del tiempo.
La culminación del empeño opositor de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y los suyos tras enfrentar en el campo electoral tanto al PAN como al PRI y sus respectivos aliados –una coalición de los grandes poderes fácticos–, fue una votación donde la propuesta presidencial de AMLO recibió el apoyo del 53.2% de los votantes. Para el hoy presidente electo, la esencia del mandato que le dieron las urnas, es revertir 30 años de política económica neoliberal (La Jornada, 23/08/18). Sin embargo, habrá quien lo pueda interpretar de manera más restrictiva, en tanto que otros pueden hacerlo de manera más profunda, incluso más amplia que la expresada por el propio líder tabasqueño.
Veamos a los primeros. Para un segmento de los 30 millones 113 mil de ciudadanos que optaron por la coalición encabezada por AMLO, lo que pudo haber motivado su preferencia no fue tanto el poner fin al modelo económico neoliberal sino algo menos ideológico: su indignación frente a una de las características más evidentes del actual ejercicio del poder: su enorme corrupción y cinismo: contratos multimillonarios de obra pública amañados o con empresas inexistentes, sobregiros, adquisiciones de chatarra o bienes y servicios a precios inflados, conflicto de intereses, gobernadores dedicados al saqueo sistemático del erario, endeudamiento injustificable, legisladores a la caza de “moches”, obras mal hechas, sueldos y prestaciones fuera de proporción, ejércitos de “asesores”, nepotismo, etcétera.
Una argumentación similar se puede hacer sobre quienes optaron por dar su apoyo a la coalición de AMLO como respuesta a la imbatible ola de violencia que ahoga a México. Esa ola que surgió en los sexenios panistas, pero que en este aumentó su furia. En vísperas de la elección, y según datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la tasa de homicidios era la mayor desde 1997, primer año de su registro: 11.01 por cien mil habitantes (Animal Político, [25/08/18]). Para un conocedor del tema, Jorge Carrillo Olea, el no haber atacado a tiempo y bien las causas sociales de la violencia ha hecho que a la actividad del crimen estructurado se sume hoy algo más amorfo y más difícil de controlar: la criminalidad que brota de manera no organizada como un producto de la descomposición social (La Jornada, 24/08/18).
Obviamente, la votación del 1° de julio se nutrió también de lo expresado por AMLO: de la voluntad de aquellos que, tras reflexionar sobre las razones del comportamiento insatisfactorio o franco deterioro de los indicadores económicos y sociales del país, optaron por apoyar el rechazo del proyecto que se echó a andar siguiendo los lineamientos del llamado “Consenso de Washington” (1989). La propuesta central de ese proyecto es cada vez más cuestionada: qué a menor papel del Estado en la economía corresponde un mayor vigor de su crecimiento. Y que se supuso que ese crecimiento, como el de la marea, elevaría lo mismo a los botes de los ricos que a los de los pobres. No fue el caso. Lo que hubo y lo que sigue habiendo, es un crecimiento insatisfactorio del PIB (alrededor del 2% para el período) pero una innegable concentración del ingreso y un estrangulamiento de la movilidad social y de los horizontes de esos grupos marginados del crecimiento y que, según Carrillo Olea, son los que nutren al crimen no estructurado que nos amenaza.
Pero hubo otra razón y de raíz más profunda para votar en 2018 por AMLO, Morena y la coalición Juntos Haremos historia, que un rechazo a la corrupción, a la violencia y al neoliberalismo. Se trató también de la culminación del esfuerzo histórico, largo, por poner fin al sistema y a la cultura política creados por el PRI.
Los antecedentes de la insurrección electoral anti priísta del 2018 son muchos y muy diversos. Se pueden rastrear en la fundación misma del PAN en 1939, en el movimiento navista de 1953-1963 en San Luis Potosí, en Los Cívicos de Guerrero a partir de 1960, en la acción desesperada del profesor Arturo Gámiz y la docena de compañeros que atacaron el cuartel de Ciudad Madera, Chihuahua, en 1965, en el movimiento estudiantil del 68 y sus violentas secuelas en los 1970, en la Corriente Democrática de 1986, el EZLN, la movilización contra el desafuero (2004), etc.
La lista se puede discutir y alargar, pero lo acontecido el 1° de julio tiene un origen que se remonta a un buen número de décadas atrás. Por eso sus resultados deberán ser sustantivos, pues están cargados de historia.
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* El periódico Reforma decidió ce-rrar el espacio de “Agenda Ciuda-dana”. Su argumento es que el periódico tiene serios problemas económicos y debe ahorrar papel y recortar colaboradores. Si en el futuro la columna encuentra otro espacio, se lo haré saber por si aún tiene interés en reproducirla. Le saluda.
Lorenzo Meyer