Lorenzo Meyer
Agosto 17, 2017
Resolver el problema venezolano “a la Trump” es, por principio, inaceptable para los latinoamericanos y, además, no resolvería sino complicaría aún más el conflicto.
La “solución militar” para los problemas de Venezuela, insinuada por el presidente norteamericano Donald Trump el 11 de agosto en la puerta de su club de golf en Nueva Jersey, no sólo no sería solución sino todo lo contrario. América Latina debe hacer muy evidente su rechazo a la absurda amenaza del muy peculiar mandatario del país del norte.
En política casi ningún tema o problema es sencillo de analizar y menos de solucionar. Con frecuencia el proceso político –la incesante lucha por el poder– es un campo sembrado de verdades imprecisas y contradictorias. En el caso de Venezuela se tiene, por un lado, a la revolución encabezada por el comandante Hugo Chávez. Este movimiento tuvo una clara razón de ser: el fracaso del sistema político de los 1990, centrado en dos partidos: Acción Democrática y COPEI. Ambos partidos, ligados a las élites económicas, llevaron a que una sociedad rica en petróleo, pero con la mitad de la población clasificada como pobre, apoyara y eligiera como presidente en 1998 a un militar rebelde, de origen obrero y que propuso redistribuir el ingreso, disminuir el poder de la élite, atacar una corrupción flagrante y resistir a Estados Unidos, sobre todo tras el apoyo de Washington en 2002 a un golpe fallido en su contra. Chávez fue reelecto y según cifras del Banco Mundial, para cuando el comandante murió (2013), la población venezolana en pobreza había pasado de ser el 49.4% en 1999 a 32%.
La otra verdad, la que da forma a la contradicción, es que el sucesor de Chávez no puede reclamar legitimidad mediante la disolución de un Congreso electo por sufragio universal pero dominado por la oposición. No hay nada democrático en proceder a la elección de una asamblea constituyente bajo reglas que aseguran el dominio de un solo partido –el Partido Socialista Unido de Venezuela– y que no refleja la pluralidad política de una sociedad profundamente dividida, como ya lo ha estado otras veces desde el siglo XIX.
La “maldición del petróleo” –la mala administración de ese recurso natural y estratégico– la conocemos muy bien los mexicanos y hoy está castigando a Venezuela de manera salvaje: una economía que pasó de crecer al 5.6% en 2012 a decrecer en 12% en 2016. Sin embargo, una intervención militar “a la norteamericana” y en la época de Trump, difícilmente sería la solución de una situación que, por ahora, no pareciera ser factible de un arreglo aceptable para las partes en pugna si antes no se llega a un compromiso que, sin ser satisfactorio para ninguno de los involucrados, tampoco implique la derrota definitiva de ninguno de los participantes.
Desde mediados de 1810 Estados Unidos se empezó a preocupar por lo que pasaba al sur de su frontera, pero fue por razones de seguridad: los ingleses, entonces aliados de los españoles, podían intentar obtener Florida. Luego Estados Unidos tomó por la fuerza el norte de México para redondear su geografía pero con el mínimo posible de mexicanos. A partir de entonces Washington buscó en la región influencia económica y política, no territorio. Esa influencia la ganó vía inversiones y con la amenaza o el franco uso de la fuerza. Entre 1890 y 2009, Marc Becker enlista más de medio centenar de acciones de las fuerzas armadas norteamericanas y de la CIA en nuestra región, y que fueron desde una mera demostración de fuerza hasta varios años de ocupación, como en Cuba, Haití, Nicaragua o República Dominicana, pasando por las acciones encubiertas, (www.yachana.org/teaching/resources/interventions.html).
Lars Schoultz en su historia de las relaciones entre América Latina y Estados Unidos (Beneath the United States, Harvard U. Press, 1998), concluye que esa relación se inició y sigue encuadrada por el espíritu inicial de John Quincy Adams, quien, en 1820 y como secretario de Estado, aseguró: “Entre el norte y el sur de América no hay ninguna comunidad de intereses o principios”. Y justamente por la “ausencia” de esos “principios”, los dirigentes políticos norteamericanos y muchos de sus conciudadanos, han tratado a los latinoamericanos como inferiores (Schoultz, pp. 367-386). Conviene preguntarse si la idea de Adams, de la inexistencia de “comunidad de intereses” entre la América del norte y del sur, no ha revivido con Trump, su rechazo al TLC y su gusto por el muro fronterizo.
Hasta ahora, la cancillería mexicana en manos de Luis Videgaray había seguido, puntualmente, la línea trazada por Trump en su enfrentamiento con el gobierno de Venezuela. Es de esperar que en su afán de complacer a la actual administración en Washington y con la esperanza de arrancarle algunas concesiones durante la renegociación del TLC, Videgaray ya no rompa con las políticas que tanto defendieron los gobiernos de la revolución y la post revolución e insista en la oposición mexicana al uso unilateral de la fuerza de Estados Unidos en América Latina.
Tras la amenaza de Trump y en una visita a Argentina, el vicepresidente norteamericano, Mike Pence, aseguró que su país presionaría a Venezuela “hasta que regrese [a] la democracia”. En este contexto, es válido preguntarse: ¿hay razones para suponer que las docenas de intervenciones directas e indirectas de Estados Unidos en nuestra región han servido para promover la democracia? ¿Puerto Rico? Los ejemplos que permiten suponer lo contrario, abundan.