EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Intolerancia: la antítesis de la democracia

Tlachinollan

Septiembre 03, 2005

Los acontecimientos que han puesto a prueba al nuevo gobierno para resolver de manera pacífica los conflictos sociales, como el caso de La Parota; de los normalistas de Ayotzinapa; de los campesinos ecologistas, de manera especial Felipe Arriaga y la familia de Albertano Peñaloza; la huelga de hambre de los presos políticos y la represión a los colonos de Coyuca de Benítez del Frente Popular Tierra Digna, lidereados por Héctor Ponce Radilla, dejan entrever el viejo estilo de ejercer el poder, avasallando las voces discordantes y los movimientos disidentes, que son parte esencial del desarrollo democrático de nuestro estado.

Con gran preocupación vemos que a medida que pasa el tiempo se empieza a configurar un escenario que preludia mayor turbulencia política, por el cierre de espacios para el diálogo y la interlocución con todos los actores sociales y políticos de Guerrero.

Se ha desmantelado la promesa democrática de construir una democracia pluralista, que promueva la coexistencia cooperativa entre las diversas fuerzas políticas.

No hay un esfuerzo de las de autoridades, ni se vislumbran iniciativas tendientes a crear un ambiente político en el que prevalezca la cultura del pluralismo democrático que cultiva la tolerancia, el consenso, el disenso y la resolución pacífica de los conflictos. La tolerancia representa el mínimo consenso social necesario para que un gobierno funcione de manera civilizada, renunciando expresamente al uso de la fuerza para la solución de los conflictos y de las discrepancias políticas.

Cuando se opta por la intolerancia política se le apuesta al uso de la fuerza y se cancelan las posibilidades de un diálogo respetuoso, sembrando con ello la discordia y los sentimientos de venganza, que nos cierran la posibilidad de un entendimiento razonable en la búsqueda de soluciones, que no dañen a los grupos más desprotegidos de la sociedad.

Con la intolerancia política se piensa más en los intereses de las elites gobernantes, que en la mayoría de las ocasiones confunde sus intereses con los del estado y de la sociedad en su conjunto. Los beneficios públicos se piensan desde su ámbito privado, desde su lugar socioeconómico y desde los privilegios que les da el poder político, que por desgracia, provocan cierta ceguera, sordera y mutismo para poder ver, escuchar y dialogar con los hombres y mujeres del campo y de la ciudad que luchan con el estómago vacío, enarbolando reivindicaciones justas que no se circunscriben al ámbito privado, sino al beneficio público, pensado desde abajo.

Cuando se usa el aparato represor del Estado se pone en entredicho el estado de derecho y se obstruye el paso a la vía política, entrando en una espiral de descalificaciones propias de un gobierno autoritario. El manejo ideológico sobre la aplicación de la ley vulnera a la misma autoridad que lo predica, porque hay una manipulación de los preceptos jurídicos que nos rigen que tienen como fin imponer de manera forzosa decisiones tomadas desde arriba, poniendo de pretexto el bienestar de las mayorías. De este modo el capital político forjado por la ciudadanía se contamina, porque se utiliza no para acrecentar los bonos de una democracia participativa, sino para arrebatar el patrimonio de todos los guerrerenses en aras de proyectos económicos que responden a un modelo de desarrollo, fincado en la explotación irracional de los recursos naturales, considerados como crasa mercancía.

El manejo de la ley y su aplicación a quienes se expresan como opositores y disidentes dentro de una lucha social, tiende a ser un recurso represivo que busca inmovilizarlos y deslegitimarlos. Lo paradójico, como ha sucedido en el caso de La Parota, es que se apela a la legalidad con la presencia de corporaciones policíacas y por encima del procedimiento jurídico que está en manos del Tribunal Unitario Agrario (TUA), realizando actos fuera del territorio comunal, que también forman parte de la cadena de irregularidades jurídicas que se consumaron en esta decisión planeada desde arriba.

La Ley del Embudo es la figura más didáctica para entender el manejo discrecional de los recursos jurídicos, donde se da manga ancha a quienes han saqueado a nuestro estado y han violado los derechos humanos de los indígenas, campesinos, colonos, maestros, estudiantes, mujeres y niños, permaneciendo gran parte de ellos dentro de las estructuras del poder político. En estas esferas la aplicación de la ley se difumina, se pierde en el camino y se estanca en el pantano de la impunidad. En cambio, la aplicación de la ley para quienes se deciden a luchar por la justicia, la verdad, la democracia, los derechos humanos y el desarrollo para todos, se transforma en una realidad que tiene como fin perverso acallar sus voces disidentes y opositoras al régimen.

La cárcel se transforma en los muros del silencio para denigrar la honorabilidad de los luchadores sociales, que las autoridades califican como delincuentes comunes, mientras que para los organismos civiles de derechos humanos son declarados como presos de conciencia.

Históricamente la intolerancia de un gobierno se construye cuando un grupo político, por el poder que ostenta, se erige por encima de los intereses de la sociedad, apelando a las leyes para imponer sus intereses de clase. El rechazo o desprecio a las opiniones críticas de los diferentes actores sociales y políticos por parte de las autoridades estatales, deja entrever el espectro de la intolerancia que no permite el florecimiento de una democracia verdaderamente participativa, intentando amainar el ánimo y la esperanza de la ciudadanía que empujó fuertemente para que sus voces no fueran satanizadas y para que sus luchas formaran parte de la rica pluralidad política que le ha dado a Guerrero un rostro democrático, pero que ahora corre el riesgo de difuminarse.