EL-SUR

Lunes 22 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

James Salter, las ventajas de escribir a mano

Federico Vite

Noviembre 23, 2021

(Primera de tres partes)

 

Gracias a la entrevista que el poeta y crítico literario Edward Hirsch le hizo al narrador estadunidense James Salter (1925-2015) –publicada en The Paris Review. Verano de 1993– conocemos algunos aspectos esenciales de este autor de culto. Salter creció en la ciudad de Nueva York. Se graduó de la academia militar West Point en 1945 y se unió a la Fuerza Aérea del Ejército de Estados Unidos como piloto. Sirvió durante doce años en el Pacífico, Estados Unidos, Europa y Corea. Voló en más de cien misiones de combate. Renunció a la Fuerza Aérea en 1957, cuando publicó su primera novela: The hunters. Se instaló en Grandview, en el Hudson, al norte de Nueva York. Desde ese año se ganó la vida como escritor. Dividía su tiempo entre Aspen, Colorado y Bridgehampton y Long Island. Publicó seis novelas: Los cazadores (1957), El brazo de carne (1961), Un deporte y un pasatiempo (1967), Años luz (1975), Solo faces (1979) y Todo lo que hay (2013). Recibió un premio de la Academia Estadounidense y el Instituto de Artes y Letras en 1982. La colección de cuentos Dusk & Other Stories (1988) obtuvo el premio PEN / Faulkner.
Escribe Hirsch que Salter trabajaba en el segundo piso de su casa, una habitación pequeña con una ventana en forma de media luna. El escritorio era una gran mesa rústica de madera. En todas partes había signos reveladores de las memorias en las que había estado trabajando durante los últimos años. Vio los sobres postales garabateados, algunos trozos de papel que han sido completamente cubiertos con una caligrafía pequeña. Detalla Hirsch: “En el estudio encontré copias de Speak, Memory y Out of Africa, de Isak Dinesen sobre un mapa de Francia con los lugares marcados con círculos. Descubrí una carta aeronáutica, un fajo de doce páginas extremadamente detalladas de notas en tinta roja, azul y negra, un diario de 1955 con una frase en la portada: ‘Cada año parece el más terrible’. En una mesa de centro, junto al escritorio, había un grupo de pequeños cuadernos de cubierta blanda, numerados, cada uno de los cuales contenía un posible capítulo de las memorias. Estos cuadernos de trabajo estaban llenos de notas: las instrucciones del autor para sí mismo, citas de otros escritores, notas, múltiples notas, que han sido codificadas por colores para tener claro el lugar en el que podrían usarse.
“La vida pasa a páginas si pasa a algo”, ha escrito Salter en Quemar los días (1997) y al leer esas memorias uno confirma lo que se nota de inmediato al asomarse al trabajo de Salter. Me refiero a la meticulosidad con la que elegía las palabras para cincelar historias. Las acomodaba de tal manera que creaba un ritmo. Cuidadosamente construyó relatos, capítulos y novelas. Trabajó despacio. Reescribía una y otra vez. Leía en voz alta, así probaba su prosa, con paciencia y trabajo. Detalla Hirsch que Salter tenía en su estudio una foto del ruso Isaak Bábel, el autor de Caballería roja. Se detenía a mirar el retrato constantemente. Observó a Hirsch y dijo: “La esperanza, pero no el entusiasmo, es el estado adecuado para el escritor”. Asocio esta aseveración con uno de los fetiches que tenía el estilista Raymond Carver en su escritorio. Bajo el retrato de la escritora Isak Dinesen se leía una sentencia similar a la enunciada por Salter: “Escribir poco cada día, sin esperanza ni desesperación”.
“Escribo a mano. Estoy acostumbrado a esa proximidad, a esa sensación de escribir. Luego me siento y escribo. Y luego vuelvo a escribir, corrijo, vuelvo a escribir y sigo hasta que finalizo. Se me ha demostrado muchas veces que hay cierta ineficacia en esto, pero encuentro que la facilidad para mover un párrafo no es realmente lo que necesito. Necesito la oportunidad de volver a escribir esta oración, de decirme a mí mismo de nuevo, de mirar el párrafo una vez más y, de hecho, de repasar todo el texto, línea por línea, con mucho cuidado. Puede haber incluso algún tipo de impulso mimético aquí donde estoy tratando de escribir como yo, por así decirlo”, aseveró Salter a Hirsch y eso me permite ingresar a un estadio más interesante que la mera conversación. Por ejemplo, ¿por qué prefiere ese método de escritura? Podía usar una computadora, una máquina de escribir, pero este proceso, la lentitud de la mano encadenando los pensamientos, le daba mucho placer. ¿Es tan importante estar en contacto con los elementos más rudimentarios de un oficio ancestral como la escritura? Yo creo que sí, pero no me refiero al papel y la pluma atómica sino al febril ejercicio de trabajar en silencio la voz narrativa para vigorizarla. Esto, por supuesto, puede notarse en los libros de este autor que parece haber logrado algo insospechado ahora, ser un escritor para escritores. No un autor para el público en general sino para los especialistas. Es notorio que a él le parecía crucial el trabajo de reescritura. “Odio la primera inexacta e inadecuada expresión de las cosas. Todo el regocijo de escribir viene de la oportunidad de repasar el texto hasta el final y hacerlo bien”, confesó Salter a Hirsch y esa delación nos conecta con algunas de las conferencias recogidas en El arte de la ficción (2016) en las que James analizó algo que ya no se pregunta un escritor del siglo XXI, ¿cómo hacerle para que la voz de un autor no se note? Dicho de otro modo, Salter buscaba la manera de no interferir tanto en sus historias. Creía que Isaak Bábel era el narrador ideal. Bábel, afirmó el estadunidense, dejaba que las historias concluyeran solas. Para llegar a ese punto, James se hizo las preguntas que, insisto, pocos ejercitan ahora, ¿qué fin tiene la escritura? Por principio, a él le interesaba trabajar con el lenguaje. Escribir a mano le dio un ritmo, una entonación y un sello a su prosa. Le quitó la prisa a su trabajo. ¿Para qué? De eso hablamos en la siguiente entrega.