Adán Ramírez Serret
Noviembre 16, 2018
Una de las etapas más felices de mi vida fue cuando, siendo poco más que adolescente, trabajé en una biblioteca. Mi vida, lejos de la escuela y el mundo, consistía en levantarme por las mañanas e ir a “trabajar”. Lo pongo entre comillas porque no me dedicaba a hacer un trabajo normal de bibliotecario sino tan sólo a leer. Leía durante toda la mañana y después de comer, me dedicaba de nuevo a pasar la tarde leyendo.
Me enfrentaba a los estantes y ahí me ponía a husmear todo lo que podía y así fue como descubrí a muchísimos autores, desde Ian McEwan a Paul Theroux; sin embargo, nada hubiera sido ni remotamente lo mismo, si no hubiera tenido una asesora de cabecera única quien había leído todos los libros del mundo, mi abuela. Sé que es imposible que alguien haya leído todo, pero mi abuela durante los tres años que trabajé en ese lugar, conocía todos los autores que yo leía. Bueno…, casi; ahora me doy cuenta que era una lectora absolutamente decimonónica. Lo cual no es ni remotamente peyorativo, e incluso me atrevo a decir lo contrario: era maravilloso.
Así fue como casi sin darme cuenta mis héroes literarios fueron los grandes escritores del XIX, Dickens, Balzac, Zolá, Flaubert, Galdós, Tolstoi y sin duda, el único americano en esa camada europea, Henry James. Nacido en este continente pero formado definitivamente en el otro, James fue el heredero de los grandes nombre mencionados atrás que llevó a la novela hasta sus límites más extremos de estilo (pues por momentos parecen ser novelas tan sólo llenas de prosa e imágenes); y también en cuanto a la exhaustividad de temas sociales. Y sobre todo con una novela, El retrato de una dama, puso en cierto sentido punto final a las heroínas del siglo XIX como Estela, Esther, Naná, Madam Bovary, Fortunata y Jacinta o Ana Karenina.
Todas estas fueron novelas de una fuerza brutal que no sólo cambiaron la literatura sino que también confrontaron el imaginario del mundo occidental de una forma profunda. Leerlas es entrar en mundos de los que después es casi imposible y profundamente doloroso salir. Uno querría vivir allí para siempre. Algo así, me parece, fue lo que le sucedió al genio absoluto John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) quien desde hace algunos años está empeñado en volver en sus libros a otros libros; a no referirse desde la realidad a la ficción sino desde esta misma a sí misma. Me explico: desde hace unos diez años se puso el sombrero del novelista policiaco, él, el narrador más exquisito y purista que escribía sobre Copérnico y Poussin; dio un giro definitivo y tomó la pluma de un narrador policial. Lo hizo con tanta brillantez, que los herederos de Raymond Chandler le pidieron que retomara nada más y nada menos que a Philip Marlowe. Así, comenzó un juego que él mismo ha denominado como caníbal, que es el de apropiarse de otros géneros, luego de otros personajes, y, ahora, con La señora Osmond, de otros géneros, historias y personajes.
Decía que Banville cede a la tentación de quedarse en una novela, ahora se detiene en Isabel Osmond, la protagonista de Retrato de una dama y se lanza en una especie de justicia poética a concluir una historia que Henry James había dejado abierta con maestría. A hacer justicia desde la literatura.
Sin duda, como seguro se dice el lector a sí mismo, es un acto arrogante y que implica riesgos terribles. Sin embargo, si John Banville no fuera el mejor escritor del mundo, lo digo completamente en serio, su acto de retomar una obra sería grosero y provocador; pero basta internarse en las primeras páginas de este libro, para descubrir que Banville no sólo es capaz de retomar a James sino ser él mismo y, más aún, escribir mejor que él. La señora Osmond es un homenaje desparpajado a la novela del siglo XIX, a Henry James y a la mejor literatura del mundo. Es la oportunidad de entrar al mejor mundo de todos, el de la ficción de las mejores novelas de todos los tiempos.
John Banville, La señora Osmond, Ciudad de México, Alfagura, 2018. 378 páginas.