EL-SUR

Viernes 26 de Julio de 2024

Guerrero, México

Opinión

Julio y la fiesta patronal

Silvestre Pacheco León

Julio 22, 2018

Llueve. La lluvia cae como en el principio de los tiempos. Primero se escucha en el cielo su estruendo de guerra. Viene desde el nudo de montañas en el oriente.
La sombra de las nubes baja de los cerros y se extiende sobre la cañada en un primer repaso de frescura, después la baña con sus gotas gordas y redondas.
Llueve, y cuando las nubes han vaciado su carga de humedad, bajan resbalando hasta la mitad de la cordillera como blanca cortina del valle.
Ayer la tormenta llegó por la tarde. Nadie la esperaba, y menos con granizos del tamaño de una canica que golpeaban con furia los tejados y los relucientes techos de lámina de zinc que los hacían oír como disparos.
Los niños y sus padres asustados por la tormenta dejaron de ir al rezo y ofrecimiento de flores con que se festeja a la virgen del Carmen.
La imagen de la santa sigue en el mismo lugar del templo desde que la conozco. Desde su pedestal recibe sonriente a los fieles que la visitan.
Su imagen siempre me pareció descomunal frente a los demás santos. Ella blanca y de sonrisa leve luce su vestido largo de fiesta, cargando a su creatura que se distrae con el largo rosario que cuelga de su mano.
En los rezos de mi niñez, a la hora del ofrecimiento de flores, las niñas y los niños hacíamos competencia lanzándole al cura los capullos de las flores como proyectiles que él evadía con la custodia de escudo.
No sé si los niños de ahora cometen esas impertinencias pero la tradición de ofrecer flores se conserva.
En mi pueblo todos los días de julio son de fiesta, cuetes, rezos, música y peregrinaciones. La gente parece que ya se acostumbró al estruendo de los cuetes o se ha rendido ya a esos que son como verdaderos disparos al aire, cada vez más fuertes y abundantes, como una forma de exhibir la opulencia de quien festeja.
Hoy al medio día se escuchó la procesión que vino de Llano Largo. Justo a las 12 del día, mientras el reloj de la iglesia sonaba sus campanas con el Ave María, los peregrinos entraban en filas de dos en fondo al atrio de la iglesia con su estandarte al frente y los músicos de tras. Vinieron los habitantes de toda la comunidad con su limosna como cuelga, para la fiesta del santo.
En otros años en este mes el ajetreo de los trabajos del campo no cesaba más que los domingos de misa como día de guardar. La gente se acostumbraba a vivir en la humedad todo el medio año que duraba el temporal.
En este año las lluvias se retrasaron y por ende también el crecimiento de las siembras, por eso el llano sigue sin lucir el verde azulado que en otro tiempo daban las milpas.
Antes, trabajando en el campo, la aparición de las nubes en el cielo eran descanso para aliviar nuestras quemadas espaldas dobladas en el surco.
No había relojes, y menos que anunciaran la hora a campanadas. Pero aún sin ellos las señoras llevaban puntuales la comida al filo del medio día, cuando el camión azul de pasajeros aparecía por los confines del ejido con su ruido cansino.
Por las tardes, con o sin lluvia, todo mundo volvía del campo de presto, convocados por el sonido de la flauta que llamaba a los ensayos de la Danza de las Cueras.
Así era la costumbre en aquellos días, hasta que llegaba la fiesta religiosa y pagana del 25, con la que también terminaban los pesados trabajos de la siembra.
Entonces la feria anual obligaba a estrenar un cambio de ropa que se enlodaba en un santiamén brincando los charcos de la plaza para comprar las manzanas y duraznos criollos, el camote de vela, las empanadas de arroz y el manjar (así le decíamos al flan) que vendía mi tía Quela, extendido en un gran comal.
Recordando aquellos años de escasa luz eléctrica que no alcanzaba a desvanecer la densa oscuridad que se acumulaba en el río y bajo los árboles, me di cuenta de las escasas luciérnagas de ahora.
Dicen que el uso indiscriminado de los insecticidas en el campo ha terminado con esos bichos que con su luz verde intermitente incitaban nuestra imaginación antes de dormir.
Hoy las lluvias se han retrasado, y con ellas las siembras, pero el paisaje de color verde no ha cambiado. Desde los primeros días de lluvia, el verde con todos sus matices inunda la vista.

Los Ranchitos

El gremio de los rancheros con su ganado al libre pastoreo tampoco ha sobrevivido. Las vacas y los becerros que antes se mantenían libres ocupando la mitad del territorio ejidal ha pasado a ser ganado estabulado en las orillas del pueblo y alimentado con el rastrojo de la milpa.
Los ranchitos de ordeña diseminados por el campo donde la gente podía llegar y pedir una jícara de leche gratuita ya no se ven más porque los herederos de aquellos viejos rancheros que trabajaban a la manera tradicional, juntando las vacas todas las mañanas para la ordeña guardando a sus crías como rehenes, han sucumbido a mejor vida.
Antes en el período de vacaciones escolares mis primos se repartían el trabajo familiar, unos atendiendo la siembra de la milpa y otros la ordeña.
Los rancheros dadivosos acostumbraban donar la ordeña de un día para el atole que la mayordomía ofrecía a los feligreses el 25 de julio, pero eso también pasó a la historia.
De aquella época sólo quedan los milagros y castigos que aún se cuentan del santo patrón, como el que le infligió a don Toño Carbajal cuando de mala voluntad regaló leche al vecino que una mañana llegó hasta su ranchito llevando a regalarle calabaza en conserva a cambio de leche recién ordeñada.
“Viejo pedinche”, dicen que exclamó don Toño al verlo llegar, y de mala gana le recibió el traste de la calabaza mientras le ofreció que se sirviera la leche.
Dicen que apenas se había retirado el señor de la calabaza cuando en el ranchito la gente se alarmó mirando al becerro caminando sobre el tecorral, sin explicarse cómo se había subido.
Asustado por el acoso de la gente, el animal echó un brinco por el lugar menos indicado, cayendo exactamente en la olla donde se juntaba la leche.
Desde entonces quedó establecido que lo ocurrido era el castigo del santo contra la tacañería del ranchero.