Lorenzo Meyer
Noviembre 09, 2017
Una de dos, el peñanietismo ha optado por una ruta kamikaze o considera que le tiene tan bien tomada la medida a la sociedad mexicana y al sistema internacional, que apuesta a ganar la próxima elección presidencial a pesar del descrédito que le ha traído el no cambiar un ápice los malos usos y costumbres del viejo PRI. Hoy el 83% de los ciudadanos mexicanos están poco o nada satisfechos con la naturaleza de la actual “democracia mexicana” (Latinobarómetro, 2017) y en el contexto externo se sabe bien de las perniciosas prácticas gubernamentales mexicanas. Transparencia Internacional, en su encuesta de 2016 le asigna a México un puntaje de apenas 30/100 en materia de corrupción y el lugar 123 entre 176 países investigados, (www.transparency.org/country/MEX). En fin, que tanto dentro como afuera, hay clara consciencia de las serias fallas de México como sistema político.
Un observador imparcial aconsejaría a los responsables de la estructura de poder mexicana seguir el consejo de Tancredi, ese personaje de la Italia garibaldina tan ambicioso como oportunista que aparece en la novela El gatopardo, de Guiseppi Tomasi de Lampedusa, y que afirma ante el príncipe de Salina: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. El no cambiar y persistir en el modus operandi tradicional del Grupo Atlacomulco, equivale, para el PRI y quienes le apoyan o toleran, a asumir una conducta tipo kamikaze, a lanzarse, cargados de ilegitimidad, contra su propia línea de flotación, contra lo que queda de lo que alguna vez fue el sistema autoritario más exitoso del siglo pasado.
Ahora bien, es difícil suponer que quienes hoy tienen el poder son suicidas o no saben lo que hacen, entonces ¿por qué persisten en una actitud de ostentosa corrupción y de abierto desdén por el “Estado de derecho” y que ha llevado a que las cuatro quintas partes de los ciudadanos les rechacen? Adelantemos, como hipótesis, que quienes hoy dirigen el aparato de gobierno saben lo que hacen y confían en su capacidad de manipular las elecciones por venir. Suponen que su control sobre el erario, sobre los organismos encargados de organizar y vigilar las elecciones –INE, TEPJF, FEPADE, OPLES–, sobre lo mucho que aún queda de la maquinaria clientelar –SNTE, STPRM y organizaciones similares–, sobre medios de comunicación, sobre los grandes poderes fácticos –legales e ilegales– y sobre el sector de partidos manipulables, les va a permitir sobreponerse al rechazo de la mayoría de los posibles votantes. Su apuesta, en fin, es confiar en su capacidad para hacer que los resultados oficiales les sean favorables y logren ya no la credibilidad pero sí el control de la estructura institucional, como ocurrió en el Estado de México.
El repudio al PRI no es algo hipotético, es lo que las encuestas revelan: en octubre ese fue el partido que mayor rechazo despertó entre la ciudadanía (Consulta Mitofsky, 10/17). Si al inicio del sexenio el gobierno imaginó que su legado serían las llamadas “reformas estructurales”, a estas alturas saben que lo más probable es que se le recuerde por su corrupción e ineficiencia. Las razones son claras y una lista parcial de los agravios más resientes y que muchos pudieran recordar frente a la urna en 2018, puede ser, entre otras, esta.
El daño hecho por ex gobernadores priistas recientes ya es histórico. Destacan Javier Duarte de Veracruz, Tomás Yarrington y Eugenio Hernández de Tamaulipas, César Duarte de Chihuahua y Roberto Borge de Quintana Roo, entre otros. El posible perjuicio causado por los 22 gobernadores priístas en este sexenio, lo calcula la Auditoría Superior de la Federación en alrededor de ¡259 mil millones de pesos! (sinembargo, 22/04/17). Un subordinado del presidente en la Secretaría de la Función Pública no encontró ninguna anomalía en la relación puesta al descubierto por el equipo de periodistas de investigación de Carmen Aristegui, en torno al financiamiento de la empresa contratista HIGA de la Casa Blanca en la Ciudad de México y la de Malinalco, propiedades de la familia presidencial y de Luis Videgaray respectivamente. En contraste, la periodista y su equipo perdieron su espacio noticioso. Algo similar sucedió con la acusación hecha en tribunales de Estados Unidos y Brasil sobre el soborno de 10.3 millones de dólares de la empresa brasileña Odebrecht a funcionarios de Pemex en 2012 para conseguir varios contratos: el único que perdió el puesto fue el fiscal que investigaba la trama.
Por la PGR han pasado tres procuradores y ninguno pudo explicar, y menos resolver, el asesinato de seis personas y la desaparición forzada de 43 estudiantes en la “noche de Iguala” del 26 y 27 de septiembre de 2014. Y es que detrás de esa noche de terror está el enorme problema del crimen organizado y su irrefrenable violencia: más de cien mil ejecuciones en lo que va del sexenio (Semanario Zeta, 03/09/17). Una carnicería en ascenso, entre otras cosas, por la debilidad de las policías y de la política de descabezar a las organizaciones criminales, sabiendo que eso no acaba con los negocios ilícitos, pero que invariablemente incrementa las luchas internas (The New York Times, 04/08/17).
En suma, si la apuesta del gobierno es ganar el 2018 al estilo Estado de México, vencería, pero no convencería.
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