Lorenzo Meyer
Agosto 11, 2016
La violencia verbal anti mexicana en los mitines de Donald Trump no es otra cosa que una energia política muy mal encauzada.
La frase completa que da título a la columna es una rima: “Build a wall-kill them all” (“construyan la muralla y mátenlos a todos”). Esa expresión es una de entre otras que se profieren en los mítines del candidato presidencial norteamericano Donald Trump y recogidas por reporteros que desde hace más de un año cubren su campaña. Obviamente, la frase se refiere a México y a los mexicanos y es parte del repertorio de violencia verbal que puntea las reuniones públicas de Trump y no tiene antecedentes recientes en Estados Unidos.
Por los testimonios recogidos en un video (Ashley Parker, Nick Corasaniti y Erica Berenstein, Voices from Donald Trump’s rallies, uncensored, The New York Times, 4 de agosto), los mexicanos no han sido el único objeto de las expresiones de odio y desprecio de los partidarios de Trump. Con la misma intensidad que se ha insultado a los mexicanos –“Fuck those dirty beaners” (“jodan a esos sucios frijoleros”) es otra muestra del antimexicanismo– también se ha insultado a la candidata demócrata, Hillary Clinton. Los epítetos con los que se denigra a la ex primera dama y ex secretaria de Estado van desde mentirosa y corrupta hasta prostituta y con frecuencia se demanda que la enjuicien o, de plano, que la ejecuten. Cuando se hace referencia al presidente Barack Obama puede haber quien grite: “Fuck that nigger” (“Jodan a ese negro”) o el Sieg Heil del nacional socialismo.
Todo lo anterior es lamentable pero no sorprendente. Suele ocurrir cuando la disputa política se da en un ambiente de polarización social y donde al menos una de las partes lleva a cabo una campaña de naturaleza negativa. Entre quienes se sienten agraviados –en este caso el grupo de norteamericanos blancos que se consideran traicionados por su élite dirigente, personificada por la señora Clinton– las pasiones que se producen en sus mítines tienden a desbordarse. Además, el anonimato de la masa facilita que se emitan y aplaudan insultos que en situaciones normales se callarían o se quedarían dentro del círculo íntimo.
Es de lamentar que los términos injuriosos y provocativos se emitan también contra el islam. Pero sin pretender justificar esa reacción, en ese caso hay un elemento explicativo: desde septiembre del 2001 Estados Unidos está librando una guerra interminable en varios frentes contra el islam radical. Sin embargo, la furia contra los mexicanos y México no es tan fácil de explicar, es inesperada, injusta y vista desde acá, inaceptable para vecinos que están en paz.
Leyenda negra. Hace ya 170 años que estalló la única guerra entre México y su vecino del norte. En realidad, y pese a que ese conflicto lo ganaron los norteamericanos, hoy ya ni siquiera está en la memoria de la mayoría de ellos. (Michael Scott Van Wagenen. Remembering the Forgotten War: The Enduring Legacies of the U.S.-Mexican War, U. de Massachusetts Press, 2012). Si algo queda de recuerdo en Estados Unidos de ese choque es un episodio anterior: la defensa de El Álamo en Texas y el fusilamiento de los prisioneros por órdenes de Santa Anna, en 1836. El episodio ha sido presentado muchas veces en los libros de historia, de texto, comics o films norteamericanos, como ejemplo de heroísmo, amor a la libertad y triunfo final del bien –los texanos– sobre el mal –los mexicanos. (En torno a la naturaleza e importancia actual del mito de El Álamo en Estados Unidos, véase a James McEnteer, Deep in the heart. The Texas tendency in American politics, [Praeger, 2004], pp. 9-30). Así pues, lo acontecido hace 189 años en la Texas aún mexicana es una memoria finalmente positiva para los blancos norteamericanos, entonces ¿por qué el feroz anti mexicanismo del trumpismo, que es tan o más fuerte que el anti islamismo?
Parte de la respuesta puede estar en la “leyenda negra” construida por los ingleses contra los españoles –conflicto inter imperial– y que heredó la relación México-Estados Unidos en el siglo XIX, con el agravante de que México no sólo tenía raíces españolas sino también indígenas. Esa mala semilla centenaria sigue dando frutos. Sin embargo, la explicación más inmediata se encuentra en la desaceleración de la economía mundial: de 2001 a la fecha el PIB norteamericano ha crecido, en promedio, un magro 0.9% anual.
Crecimiento económico raquítico, desindustrialización más una concentración brutal de la riqueza –el 0.1% más rico en Estados Unidos tiene un ingreso 184 veces superior al del promedio del 90% menos afortunado, (Emmanuel Saez, Center for Equitable Growth, junio de 2015)– ha dejado muy desprotegidos a los trabajadores blancos con menor preparación. Culpar a los migrantes mexicanos y al TLCAN de su pérdida de empleos y pedir “que los maten a todos”, es una respuesta tan cómoda como absurda al problema.
La situación de desigualdad e inseguridad laboral en Estados Unidos tiene su contraparte en México y muchos otros países. El fenómeno es global. Sin embargo, caer en la trampa del chivo expiatorio mexicano sería repetir el error de Alemania en los 1930. Hoy el reto debería ser transformar ese descontento social en una fuerza política que quiebre el círculo de hierro político con que se han blindado los ganadores del neoliberalismo y la globalización y plantar a la equidad y a la redistribución como el objetivo central de la política.
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