Lorenzo Meyer
Septiembre 30, 2024
Ayotzinapa es nuestro corazón de las tinieblas.
Una sociedad harta de una larga cadena de impunidades reclama con fuerza el esclarecimiento definitivo de la desaparición forzada hace diez años de 43 jóvenes normalistas de Ayotzinapa. La naturaleza brutal de ese crimen y la manera igualmente siniestra y absurda con que se trató entonces de dar por cerrado el caso son otras tantas razones que justifican el esfuerzo por generar ya un nuevo régimen.
Es frecuente que se equipare al gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) con la Cuarta Transformación (4T) del régimen político del México independiente. AMLO y 4T han sido tomados como sinónimos. Sin embargo, con el fin del sexenio, el retiro total de AMLO y el inicio de la presidencia de Claudia Sheinbaum la 4T también tiene que modificar su identidad: de equipararse con un período presidencial y un líder debe ahora transitar a reconocerse como el inicio de un régimen nuevo. Aquí conviene aclarar el concepto: el régimen no es sólo el gobierno sino el conjunto de instituciones y actores tanto formales como fácticos cuyas relaciones y valores determinan cómo y en beneficio de quién se lleva al cabo la distribución de los bienes materiales y simbólicos dentro del conjunto social.
Un propósito central del proyecto anunciado por AMLO como parte de su empeño por alcanzar la presidencia fue justamente el poner fin al régimen vigente desde inicios del siglo pasado y muy identificado con los intereses de una oligarquía formada y crecida a su sombra. Ese régimen surgido de una rebelión popular en 1910 inspirada por la simple pero poderosa bandera maderista del “sufragio efectivo, no reelección” se convirtió en revolución social porque hizo suyas las demandas del agrarismo zapatista, del nacionalismo carrancista y del sindicalismo de un naciente movimiento obrero. El sexenio cardenista combinó esos tres elementos y los convirtió en el corazón ideológico del entonces nuevo régimen.
Sin embargo, unos cuantos años más tarde el discurso revolucionario se difuminó, la realidad política viró definitivamente hacia la derecha y la corrupción del grupo gobernante más el autoritarismo presidencial sostenido por un partido corporativo desembocó en un neoliberalismo descarnado que acrecentó el carácter oligárquico y concentrador de la riqueza del sistema. Fue en ese entorno político, social y cultural que encontró eco el llamado de AMLO a movilizar a los sectores populares y dar contenido al voto para cambiar la naturaleza misma del régimen.
Tras una serie de intentos fallidos AMLO y su partido lograron finalmente que su proyecto de izquierda se hiciera gobierno. Se inició entonces de manera formal el difícil proceso de modificar el régimen imperante. Muy pronto quedó claro que la resistencia al cambio de los intereses creados sería recia y que transformar el régimen y arraigar a uno nuevo iba a requerir de un gran esfuerzo sostenido a lo largo de varios sexenios. Desde esa perspectiva la meta inmediata fue lograr la transexenalidad del proyecto, es decir generar desde las urnas el respaldo necesario para mantener ya sin el líder original carismático el impulso reformista del lopezobradorismo. De haber fallado AMLO y los suyos en los comicios del pasado 2 de junio de todas formas el viejo régimen ya no habría podido hacer efectiva su restauración, pero la 4T tampoco hubiera podido seguir adelante con su proyecto. Pero AMLO se salió con la suya.
El sexenio que será presidido por Claudia Sheinbaum dispone ya de las señales para orientarse en los caminos que ha prometido recorrer, pero eso no implica que no tenga que enfrentar grandes obstáculos. AMLO ganó la “madre de todas las batallas” al viejo orden, pero su sucesora, Sheinbaum, su equipo y Morena tienen una doble tarea que está llena de incógnitas y peligros: continuar con la demolición de lo indeseable que aún se mantiene en pie, pero sobre todo avanzar en la construcción de lo nuevo. Y los frentes en que la 4T en su papel de régimen tiene que librar sus propias batallas tanto internas como externas. En lo interno debe hacer de Morena un partido sólido donde sus propios mecanismos impidan que la diversidad en su interior le genere las fracturas y luchas sordas que caracterizaron al PRD y que dieron al traste con él.
En el plano externo la sociedad demanda abiertamente y también por la vía de las encuestas que se recupere la seguridad y el control territorial que el crimen organizado le ha arrebatado al Estado. Es igualmente o más importante enfrentar de manera radical ese mal social histórico, el de la pobreza, en particular la extrema. Pobreza y desigualdad han ido de la mano, pero no son lo mismo y hay que diseñar políticas específicas que lleven a disminuir la desigualdad hasta hacerla socialmente tolerable. La reforma del Poder Judicial apenas se ha iniciado y debe desembocar en algo que sea evidentemente superior a lo existente. Salud y educación públicas son campos que deben convertirse en fuentes de legitimidad política lo mismo que el combate a la corrupción en los niveles medios y bajos del aparato gubernamental y que son los que más se perciben al nivel ciudadano.
En fin, que la batalla para mantener y solidificar el apoyo mayoritario para que la 4T se transforme en nuevo régimen no está aún ganada.