EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

La adivinadora

Silvestre Pacheco León

Julio 15, 2019

(Segunda parte)

 

Recuerdo que cuando miré las condiciones de la siembra en que trabajaría por primera vez como peón, vino inmediatamente a mi memoria la advertencia de mi padre sobre lo desaseado que era mi tío en sus trabajos, porque entre el mundo de hierba que invadía todos los surcos de su parcela, las matas de maíz apenas se distinguían. Sin embargo no me desanimé pensando que la fuerza del arado podía con toda la maleza, pero en lo que no reparé en ese momento fue en la abundancia de huizaches.
Yo sabía que para evitar los inconvenientes que tiene esa hierba invasora entre la milpa los campesinos le dedican tiempo a “desespinar”, arrancando de raíz cada huizache que luego sacan al carril para quemarlos en montones.
Pero debo decir que mi tío, famoso en el pueblo por su habilidad para amansar animales salvajes, sobre todo de potros, mulas y toros, era el único capaz de utilizar los bueyes como animales de carga, (tenía un toro cebú grande e imponente con su gran joroba de la que se agarraba su hijo el más pequeño que lo montaba a pelo), pero tratándose de los trabajos de campesino, creo que a mi tío le aburrían y nomás sembraba porque de ahí comían su familia y sus animales.
Sus vecinos platicaban que una vez, en el tiempo de cosechas, les llamó la atención un ruido raro que provenía de su milpa, pero nadie quiso meterse a indagar por lo cerrado que estaba de hierba (los campesinos le llaman “pajonera”) hasta que lo vieron aparecer en el carril.
Todos se echaron a reír cuando miraron que se trataba de un caballo cargando los tecolpetes con mazorca y mi tío que venía cosechando tras él. Así se ahorraba los peones y el peso de su propio tecolpete.

El abono granulado

En todo eso pensaba en mi primer día de trabajo cuando me sorprendió que en vez de la yunta mi tío llegara a su parcela con una bestia cargada de fertilizante. Me dijo que primero abonaríamos la milpa, y luego me dio en la mano una corcholata mientras me explicaba cómo hacerlo.
Había que rascar con los dedos en el pie de cada mata para depositar ahí el abono granulado cuya medida era la corcholata, siguiendo la instrucción de los técnicos que apoyaban su efectividad.
No tuvo ningún resultado comentarle a mi tío las ventajas de usar una barretilla o tarecua para excavar porque ninguna de esas herramientas teníamos a la mano. Lo más práctico y rápido para él era usar los dedos, claro, no los suyos.
Además de mis manos delicadas, expuestas a la dureza del suelo y al contacto con los terromotes (terrones), lo que me acongojaba era que debíamos terminar todo el abono que mi tío había traído para ese día.
En la tarde, al final de la jornada, mis dedos estaban lastimados y mis manos tan espinadas que no me quedaron ganas de volver al día siguiente, si no ha sido por mi padre quien después de oír mi queja me tejió unos dedales con la parte tierna de la palma de monte, como la que se usa en el tejido de los sombreros, para protegerme los dedos.
A los dos días, gracias a la lluvia que ablandó el suelo, y al uso de mis dedales que me protegieron de las espinas, resultó más fácil la labor de abonar.

La yunta sin arado

Así llegué al tercer día en que iniciaríamos el trabajo con la yunta, que era la verdadera prueba para un peón que se encarga de ir siguiendo el arado, descubriendo las matas de maíz que muchas veces las van cubriendo de tierra.
Pero era tanta la hierba con espinas de huizache invadiendo la milpa, que a poco me fui rezagando de la yunta que seguía avanzando sin que mi tío la detuviera para ayudarme. Al contrario, cuando paraba para que descansaran los bueyes, en vez de ayudarme, aprovechaba para ir a platicar con el vecino, y cuando veía que me faltaba poco para alcanzarlo, nuevamente tomaba ventaja, siendo yo el único que no tenía descanso.
Fue hasta la hora de la comida cuando tuve oportunidad de descansar, cuando me encomendó la tarea de buscar la leña para hacer la lumbre donde calentar nuestra comida y a propósito me tomaba más del tiempo requerido.
Pero lo que no me gustó es que el siguiente día en que mi tío contrató a otro peón, le dejó a él la tarea de juntar la leña y hacer la lumbre sin que pudiera tomarme mi tiempo de descanso.
Me enojó tanto el mal trato recibido que de veras pensé en dejar el trabajo, pero mi tío me contentó al final del día dejándome que montara su caballo alazán a cambio de que llevara los bueyes al lugar de pastoreo, a pesar de que esa no era tarea de un peón.
Recuerdo que esa tarde cayó un verdadero chubasco que hizo crecer las barrancas por donde teníamos que pasar, pero gracias al caballo nada nos detuvo y pude llegar casi oscureciendo a la casa donde mi madre me esperaba preocupada, y enojada después, cuando miró que llegué montado en el caballo que ella sabía que era “pajarero”, como le dicen a los que tienen la costumbre de asustarse intempestivamente, reparando y tirando al jinete desprevenido.
Cuando superó el enojo mi madre me contentó diciendo que mi tío estaba contento con mi trabajo y que me pagaría lo mismo que un peón, pero me pedía que al día siguiente le llevara yo su almuerzo, otra tarea más que no me correspondía, pero la hice de buena gana porque tenía su caballo a mi disposición.
Lo que sucedió al día siguiente debo confesar que me desconcertó porque puso a prueba mis creencias y toda la formación que tenía.
Me sorprendió al llegar a la parcela que siendo ya tarde mi tío no tenía uncida la yunta y la razón era que el arado había desaparecido. Su enojo era tan grande que no quiso probar el almuerzo.
Mi tío era también el más sorprendido, porque no le cabía en la cabeza que hubiera alguien capaz de robarle nada y porque eso en el pueblo jamás sucedía.