EL-SUR

Viernes 06 de Diciembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

La adivinadora (Tercera parte)

Silvestre Pacheco León

Julio 22, 2019

Lo que dijeron las cartas

Recurrir a la adivinadora no era una costumbre bien vista en nuestra familia, ni aún cuando fuera para resolver el caso del arado desaparecido de la parcela de mi tío, porque en el pueblo se sabía que aparte de sus artes proféticas aquella mujer se prestaba para otro tipo de trabajos en los que intervenía la brujería como medio para hacer daño a las personas.
En el pueblo la gente suponía que tratar con esa clase de personas era poner en duda el poder de la religión, permitiendo que las brujas con sus malas artes intervengan desatando las fuerzas del mal en tareas que son propias de los santos. Por eso mi tío, que desde luego era párvulo en religión pero respetaba las creencias de sus padres, se cuidó que ellos no se enteraran de su decisión de recurrir a la adivinadora.
Para tener una idea de la religiosidad de mi familia diré que mi abuelo era un ferviente guadalupano, lector de la biblia, y aunque no siempre podía entender y explicar los pasajes más discutidos de ese libro, a menudo recurría a la lectura en voz alta para con sus interlocutores desentrañar las enseñanzas o revelaciones que contenía. Y en cuanto a la práctica de la brujería mi abuelo era implacable porque decía que las brujas eran personas aliadas a Satanás, utilizadas para sorprender a los más débiles de mente.
Mi abuela no faltaba un día a la iglesia, y tanto en las mañanas al levantarse como a la hora de acostarse, además de rezar, en voz alta le pedía a los santos su protección para cada miembro de su familia.
Como si del tono empleado por quien pide dependiera la respuesta, mi abuela rogaba a los santos que entre todos cuidaran a su familia. Rezaba y lanzaba bendiciones a diestra y siniestra pidiendo el favor de los santos para el cuidado de sus hijos y, para no estar perdiendo el tiempo en discriminar los rumbos donde no tenía familia, prefería abarcarlos todos dirigiéndose a los cuatro puntos cardinales.
Todas sus hijas heredaron esa costumbre de rezar, y usaban el mismo tono lamentoso para pedir cotidianamente a los santos por la salud y la felicidad de cada uno de los miembros de la familia.
Lo que nunca pregunté ni entendí fue la razón de que mi tío, que era el menor de los hermanos, tuviera una actitud, cuando no rebelde, alejada de la religión y de la fe, pasando por encima de las prácticas y creencias familiares.
Recuerdo que mi abuela platicaba una anécdota que daba idea de la distancia que mi tío guardaba de la religión. Decía que una vez muy afligido, quien sabe por qué problema, llegó a su casa con una veladora para su altar, pero que ella lo puso en aprietos cuando le preguntó a qué santo quería ofrecerla. Entonces mi tío dudó por un momento, hasta que al final le respondió que se la encendiera al santo que les mandaba a todos.
“Entonces son para Dios”, le dijo mi abuela en tono de enseñanza.
De eso me acordaba mientras esperaba el regreso de mi tío de la casa de la adivinadora.

Ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre

No me tocó esperar demasiado cuando mi tío estuvo de regreso, mucho más enojado y molesto que cuando se fue.
Le dijo a su esposa que no había logrado saber nada del arado robado, que la adivinadora después de echar las cartas no había visto ningún robo, aunque, ciertamente, el arado no aparecía en su visión.
Que como la adivinadora viera que mi tío estaba muy desconsolado le ofreció hacerle un “trabajito” para darle una lección a los ladrones que no había podido ver, y que nomás por no dejar, le había dicho que sí, pensando en la venganza contra quienes actuaron para perjudicarlo.
Por mi parte, cuando me di cuenta de lo que estaba pasando ya estaba yo involucrado más de la cuenta en el caso, porque mi tío me mandó que me metiera a la casa de mi abuela y que tomara de su altar el cuadro de Las Ánimas que yo ni conocía, pero luego lo identifiqué cuando me dijo que era igual al que tenía mi madre, donde se veía a unas personas desnudas que entre grandes dolores se quemaban en la lumbre.
Aproveché que la casa de mis abuelos estaba sola y tomé el cuadro que mi tío necesitaba. Cuando llegué con él ya tenía lista una veladora que en seguida encendió y puso frente al cuadro, pero tan pegada que la retiré un poco, pensando en el dicho aquel de guardar la distancia para que “ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”.
Me respondió que de eso se trataba, que ese era el trabajito que la adivinadora había preparado para que el o los ladrones de su arado sufrieran como los encuerados del cuadro y por la noche no pudieran dormir de tanto calor.
Incrédulo de lo que hacía mi tío yo me fui contento a mi casa disfrutando del descanso, pero el asunto se resolvió de la manera más inesperada el día siguiente.
Mi madre fue quien llegó al otro día con la noticia. Que no había habido tal robo porque fue el hermano de mi tío quien había tomado prestado el arado para terminar de arar unos surcos que le faltaban, con la confianza de que un trabajador suyo lo devolvería muy temprano a su lugar, sin preocuparse en verificar su cumplimiento.
Mi madre contó que tratando de conseguir un arado prestado, por la mañana de ese día mi tío pasó a la casa de su hermano, y que mi tía le dijo que aún no se levantaba, que estaba reponiendo el sueño que no pudo conciliar durante la noche debido a un calor que le quemaba todo el cuerpo sin podérselo quitar ni bañándose.
Siguió contando que poco después apareció el hermano de mi tío, quien también extrañado le preguntó la razón de que no hubiera ido a trabajar, que si ya había terminado su trabajo, y fue cuando le dio la noticia de que le habían robado su arado, y que precisamente iba a pedirle el suyo prestado.
Entonces con mucha pena el hermano de mi tío le dijo que él había abusado de su confianza tomando en préstamo su arado para terminar unos surcos que le faltaban, pero que se confió en que su trabajador lo regresaría de vuelta al lugar donde lo tomó, pero que por lo visto eso no había sucedido.
En respuesta mi tío le dijo que el calor que sintió en la noche y que a punto estuvo de matarlo era el resultado de un “trabajito” que le contrató a la adivinadora para darle una lección al ladrón del arado. Que por el abuso de tomarlo sin haberlo pedido, a punto había estado de matarlo.
Después de pedirle disculpas por todo lo sucedido, el hermano de mi tío se comprometió a regresar el arado y ayudarle a terminar su trabajo.
Mi tío entonces entendió la razón de que la adivinadora no hubiera visto en sus cartas al ladrón, porque en realidad no había habido tal robo, y se alegró que su arado no estuviera perdido.
Pero la noticia que más me alegró me la entregó mi madre en la mano. Era mi primer salario completo que había ganado como peón para disfrutarlo en la feria patronal de Santiago Apóstol que comenzaba el 25 de julio.