EL-SUR

Viernes 26 de Julio de 2024

Guerrero, México

Opinión

La batalla por la educación

Tlachinollan

Noviembre 05, 2006

La educación en nuestro país es concebida por las élites políticas y económicas como una
industria que se enmarca dentro del libre mercado que debe ser autorregulado para que
funcione bien.
Los gobiernos neoliberales han impuesto el modelo empresarial de las escuelas y
universidades. En la jerga tecnocrática se trata de agencias prestadoras de servicios
educativos, donde los factores del proceso educativo vienen a ser los insumos, la eficiencia
y la productividad son los principales criterios de decisión; los resultados del aprendizaje y
el costo por alumno son los indicadores cuantitativos de la calidad de las escuelas.
En esta lógica se eliminan los derechos que no están vinculados a la competitividad,
permutando los derechos adquiridos, tanto de los profesores como de los estudiantes e
instituciones, por estímulos puntuales a la productividad y a la eficiencia, y flexibilizando el
mercado laboral educativo mediante la liberación de las formas de contratación, la
eliminación de escalafones y estimulando la libre competencia.
La educación básica no se entiende como un derecho fundamental de los ciudadanos sino
como un mal necesario para que los analfabetas que desconocen las ventajas del libre
mercado, tengan la dicha de conocerlo y de competir con los demás. El Estado se ve
obligado a financiarla parcialmente, atendiendo únicamente la demanda, reduciendo la
oferta educativa.
Las escuelas públicas se empiezan a privatizar en forma directa o indirecta con la
introducción de criterios basados en los resultados y la eficiencia, con formas de
evaluación estandarizadas que obligan a competir a las escuelas públicas con las
privadas; implantando los procedimientos de gestión; es decir, las lógicas de la empresa
privada para introducir la racionalidad en el seno de las escuelas públicas de nivel
superior, desplazando a directores de perfil pedagógico por gerentes o administradores;
contratando también a empresas privadas para que realicen los diversos servicios de
comedores, vigilancia, contabilidad y promoviendo regímenes de contratación –y despido–
del profesorado de educación pública.
Sobre este discurso economicista se oculta un pensamiento político y una ideología: existe
la posición gubernamental de que lo educativo debe estar regulado por las leyes del
mercado que implica que las decisiones importantes no se ponen a discusión, pues por
encima de los ciudadanos están los intereses macroeconómicos que imponen un modelo
de desarrollo basado en la ganancia máxima.
Poco importan las múltiples demandas de la población pobre que se organiza para hacer
valer su derecho a la educación. La cuestión de los recursos financieros es lo más
sagrado para las élites políticas, el capital es el fetiche de su devoción, al que le deben una
vida rodeada de privilegios. Con este sistema se vive el trance de ciudadanos con
derechos a simples consumidores, de estudiantes a meros clientes pobres, de maestros
a proveedores de servicios.
Todo este entramado está controlado por la racionalidad administrativa a invertir menos y
buscar mayor eficiencia; se busca graduar más estudiantes con menos recursos, se
aumenta el número de niños por docente, se proponen bajar el costo total por alumno
aumentando el número de horas de clase efectivas; se implementan pruebas
estandarizadas como el principal indicador para medir la eficiencia y la calidad educativa y
por ende, lo rentable de una institución educativa.
En nuestro Estado vivimos una realidad política que nos confronta. El nuevo gobierno nos
ha colocado en trincheras diferentes para implementar medidas de autodefensa ante la
multiplicidad de actos arbitrarios y de fuerza que tienen como fin perverso despojarnos de
nuestros derechos básicos y de doblegar nuestra voluntad para poder domesticarnos con
sus nuevas ofertas educativas privatizadoras.
La reducción de la matrícula de la normal de Ayotzinapa, a pesar de existir un acuerdo
firmado por el secretario de Educación en el estado de mantener el mismo número de
alumnos de nuevo ingreso y la imposición del promedio de 8 como requisito de admisión,
forman parte de las directrices dictadas por la tecnocracia del centro que se niega a
subsidiar a los hijos de indígenas, campesinos y obreros de los estados pobres de
nuestro país.
Con estos actos se consuma el sueño neoliberal de que los gobiernos logren imponer la
lógica del mercado en el sistema educativo. Se pacta con las élites para implantar un
modelo de sociedad excluyente, que ahonda la desigualdad, la injusticia, la extrema
pobreza, el analfabetismo, el desempleo, la migración, la desnutrición, la deserción
escolar, la violencia y una lucha sorda que puede desencadenar en una confrontación
permanente, como el caso de Oaxaca, donde los actores políticos, que prefieren
salvaguardar los grandes intereses económicos, sacrifican el diálogo y la concertación e
imponen las fuerzas represoras del Estado, para acallar el reclamo legítimo y justo del
pueblo oaxaqueño, que tiene que ver con la destrucción de los cacicazgos políticos, la
corrupción, la impunidad, el abuso del poder y del erario público, manejado como
patrimonio privado.
En nuestro estado, para hacer valer los derechos y obligar a que las autoridades cumplan
con lo acordado, la población agraviada se ve orillada a movilizarse, a manifestarse
públicamente y a tomar acciones de fuerza que obliguen a las autoridades a recibirlos y
atenderlos. Los indígenas, campesinos, estudiantes, maestros y empleados no han
podido encontrar otra fórmula que la movilización, la presión política, la toma de edificios,
bloqueo de calles y carreteras como recursos obligados para hacerse visibles y sujetos de
atención.
Los estudiantes de Ayotzinapa conservan la estirpe de los luchadores sociales, la fidelidad
a los ideales de la educación inspirada en los principios revolucionarios, el compromiso
con las luchas y las utopías de los pueblos campesinos e indígenas, el espíritu rebelde y
revolucionario de los hombres y mujeres del sur que han abierto con su sangre y ejemplo,
los caminos de la democracia en nuestro país y en nuestro estado, la tenacidad y el
pundonor para luchar generosamente y del lado de los más olvidados por el derecho a la
educación, a la justicia y al desarrollo.
Hace falta ubicar y redimensionar la forma como las autoridades estatales están
calificando y decidiendo sobre la escuela normal de Ayotzinapa, utilizando los criterios
tecnocráticos y eficientistas de la educación e ignorando las legítimas demandas de los
padres de familia, estudiantes y organizaciones sociales de respetar las grandes
conquistas logradas por el movimiento estudiantil y democrático del pueblo de Guerrero.
Es muy grave que las autoridades estatales, cobijadas en el discurso democrático, oculten
sus verdaderas intenciones de congraciarse con la clase empresarial, simulando diálogo,
para luego emprender el desalojo, la persecución y la criminalización de los jóvenes, que
se han atrincherado en su escuela para defender a su modo el patrimonio educativo de los
trabajadores del campo. Ayotzinapa es un símbolo de la rebeldía, la resistencia, la
democracia, la rebelión y la dignidad de los estudiantes y los pueblos campesinos e
indígenas de México. Es urgente crear nuevos canales de interlocución para asegurar que
en Guerrero la educación sigue siendo un derecho respetado y no una mercancía vedada
para los pobres.