EL-SUR

Sábado 27 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

La casa en llamas y el juicio de la historia

Gibrán Ramírez Reyes

Abril 03, 2023

 

Hemos llegado ya a 150 mil homicidios dolosos y más de 41 mil desapariciones en este sexenio. Son datos que no se discutieron ni debatieron especialmente la semana pasada, por la coyuntura y porque nos hemos acostumbrado, pero deben movernos fuera de la grilla para testificar lo obvio: la decadencia del país continúa profundizando las tendencias sembradas desde el ya lejano 2006. Observo la percepción política y sus cambios y no puedo evitar pensar en un famoso meme: hay un perrito sentado a la orilla de una mesa, vistiendo únicamente un sombrero. Se ve tranquilo, incluso tranquilísimo, mientras todo arde en llamas a su alrededor. La toma se cierra y el perrito exclama “this is fine”, sin que se sepa si piensa que todo está bien porque siente un confortable calor de las llamas que no han llegado hasta él o, simplemente, porque todo le vale madre, porque no advierte que las llamas lo consumirán también. El meme se utilizó para representar la costumbre de mi generación al caos y la incertidumbre –que son para nosotros la norma. No importa en cuál de los últimos tres sexenios, pero el perrito bien podría representar al oficialismo, contemplando el caos y convenciéndose de que, aunque esté todo yendo tan mal, estamos bien. Afuera, medios y oposición relatan el caos. Los papeles son intercambiables.
La decadencia viene de atrás y el carrusel ha girado por completo. Ya le tocó al PAN, al PRI y a Morena decir que las cosas están bien, mientras los demás dicen que la casa está en llamas y mientras todos podemos ver pedazos de esa realidad. La única novedad del debate público, la única ventaja que podría encontrarse en ello si uno debiera por fuerza ser optimista es que, a estas alturas del partido, todos hemos visto la tragedia y todos somos conscientes de ella, aunque la entendamos y expliquemos con discursos radicalmente diferentes. La derecha social mexicana que no vio, o pareció no ver, el estallido de violencia en el sexenio de Calderón y a cambio encontró una lucha sincera y casi heroica por la seguridad de los mexicanos, hoy señala las muertes y la continuidad de la espiral ascendente de violencia. Los que no veían antes lo malo, hoy ven lo peor, pero tenemos la desventaja de que muchos de quienes vieron antes los males hoy juegan a la ceguera voluntaria porque les parece más importante vengarse del PRIAN y los fífís, como un asunto identitario, que actuar sobre la decadencia que sigue creciendo, inercial, mientras lo que fue la izquierda partidista mira hacia otro lado.
Como música de fondo, la desesperanza. Los restos y despojos de la izquierda partidista, disuelta en el poder por el poder mismo, callan amordazados –no pueden señalar la continuidad de la corrupción, de la violencia, o el incremento de la desigualdad y la pobreza sin ser tachados de corruptos o traidores o sin perder los privilegios que ahora gozan. Antes, a la corrupción y el desgobierno se oponía la voz digna de López Obrador. Hoy, dentro del sistema de partidos, se oponen a la indignidad del optimismo cimentado en humo personajes con poca credibilidad y que ya gobernaron antes. Casi toda la clase política perdió la dignidad en su conjunto; ya que el carrusel ha dado la vuelta, parece que no queda nadie allí que pueda generar una esperanza creíble y legítima de cambio. Nadie va a negar los avances en este gobierno, que se miran pequeñitos respecto de las necesidades del país –la subida del salario mínimo y otros cambios en el mundo del trabajo, la pensión para los adultos mayores, el avance marginal en autosuficiencia energética–, pero la esperanza de la gran transformación es ya sólo golosina para fans desinformados.
Los datos se han vuelto insignificantes para las narrativas de los políticos, pero –desde que deje el gobierno López Obrador, cuando deje de hablarse de él y se hable de lo que significaron estos años para la población mexicana– en el futuro acrecentarán su peso implacable. El mes de marzo de 2023 llegamos a la cifra de 150 mil homicidios dolosos durante el sexenio actual, y hay más de 41 mil personas reportadas como desaparecidas. En el sexenio pasado fueron asesinadas 154 mil personas, una cifra que rebasaremos en tan sólo un par de meses, y se reportaron entonces como desaparecidas más de 35 mil. El sexenio antepasado, cuando comenzó la pesadilla, desaparecieron 17 mil personas. Si la tendencia actual continúa los 18 meses que quedan de este gobierno, morirán todavía 50 mil personas más y desaparecerán otras 13 mil. La oposición hablará de los 200 mil muertos y 50 mil desaparecidos de López Obrador y tendrán razón en parte. El oficialismo les llamará buitres y señalará como responsable a Calderón –y también tendrá razón en parte–; intentará, con menos acierto, argumentos cada vez más absurdos sobre la disminución de la velocidad del crecimiento de la violencia y explicará, con algún artificio, cómo en realidad esos 200 mil significan menos tragedia que los números del pasado. Dirán que Roma no se construyó en un día y que los números crecieron porque este gobierno sí cuenta bien. Mientras tanto, será evidente para todos los demás que el régimen de la muerte en México, el sistema que toma y desecha vidas sistemáticamente, llegó en 2006 para quedarse y siguió ganando terreno con López Obrador, aunque haya dejado de televisarse como un orgullo del Estado. No hay ningún dato a la mano que permita pensar que hoy caminamos en sentido contrario: avanza la violencia, la desigualdad (Cepal), la pobreza (Coneval) y la conflictividad social.
Ante ello, las narrativas de AMLO y sus adversarios son ambas verdad a medias y a medias fantasía –y, desgraciadamente, todos tienen razón en los defectos que acusan en el otro. La fantasía personal de Andrés Manuel, en la que él es Lázaro Cárdenas defendiendo al pueblo y al país del imperialismo, se ha convertido en una fantasía colectiva de un público ignorante de la historia, que se divierte haciendo paralelismos entre actores de ahora y de entonces. Como cuando de niños jugábamos a ser power rangers, la porra obradorista se disputa los personajes: “yo soy Múgica”, “no, yo soy”, “tú eres Ávila Camacho”, “¿quién es Almazán?”. La fantasía opuesta de la oposición partidista, en la que un tirano destruye, desde el primero de diciembre de 2018, la modernidad democrática alcanzada en México también se ha colectivizado entre un público ignorante de las realidades del país más allá de sus colonias. Sin embargo ambos, power rangers y paladines de la libertad, los que dicen que el país comenzó a arreglarse el 1º de diciembre de 2018 y los que dicen que empezó a joderse ese día, evaden la verdad de que entre ellos no hay tanta diferencia, sino que conforman cada uno un episodio distinto de la trilogía del régimen de la muerte. Calderón y López Obrador han sido, sin duda alguna, artífices del mismo régimen, han respondido a las mismas fuerzas estructurales y tienen muchas coincidencias más allá de su amor por los militares y los trovadores y su aversión a la mariguana.
A ninguno de ambos bloques gustará este texto, pero no escribo para ellos, sino para la izquierda amordazada, la que no habla para que no la manden desde una mañanera al fantástico mundo del “basurero de la historia”.
López Obrador y muchos políticos aspiran a “pasar a la historia”. Basta recordar el final de su discurso más célebre: “Todavía falta que a ustedes y a mí nos juzgue la historia”. Como dije arriba, a veces se acelera y dictamina qué sí y qué no ha de pasar al “basurero de la historia”. Ese “pasar a la historia” es propio del siglo XX y anteriores. Pasar a la historia es, en la versión mexicana, estar en los libros de texto gratuito y en una narrativa de consenso donde se respete o incluso venere el legado de la persona en cuestión. Eso ya no es posible, por la diversidad de fuentes de información, por la velocidad de su circulación, por la disputa afectiva que permanentemente se libra más en Tiktok e Instagram que en las aulas escolares. Además y por desgracia, a raíz de la pandemia y la indolente política educativa, esa batalla seguirá fuera de las aulas y los libros, pues hubo un atraso catastrófico en las habilidades de lectoescritura estos años pandémicos.
Aun con la fidelidad de sus fans, AMLO no tiene ganado el juicio de ninguna historia. La política es cruentísima y tritura, en días, reputaciones ante un público poco informado pero deseoso de algún tipo de reivindicación o venganza. A veces la trituradora es justa y, muchas otras, actúa injustamente. Propongo un punto de comparación con un ex presidente peruano para mostrar a lo que me refiero. En general, creo que deberíamos hacer más política comparada entre México, Perú y la génesis de sus procesos de inestabilidad política, pero eso lo haré en otro momento y otro espacio. Alan García, quien gobernó dos veces Perú, fue muy superior a toda la clase política de aquel país. Sus adversarios no sólo magnificaron sus errores, sino que lo colmaron de calumnias y le fabricaron la leyenda de haber sido un político corrupto. Hurgaron hasta el último reducto de su vida privada y nunca pudieron encontrarle la fortuna que decían que había amasado. Decidieron entonces incriminarlo por haber cobrado una conferencia en 2012, después de haber concluido su mandato. Alan García no quiso vivir bajo la sombra de la duda injusta –algo que sí aceptó, por ejemplo, Lula, que se sometió a la cárcel y la difamación–. García prefirió suicidarse. Todavía hoy hay en Perú quienes lo consideran muy corrupto y aluden a su famosa inteligencia para decir que fue muy hábil para esconder el dinero que nunca le encontraron.
Lo que quiero decir es que García, otro obsesionado con pasar a la historia, comprobó en carne propia que el sistema actual no permite el consenso en la grandeza de una figura, ni siquiera si ésta actúa lo más éticamente que el sistema permite. En la política contemporánea, los aparatos de partido operan con grandes cantidades de dinero (la política es muy cara) y es muy fácil que se desvirtúe todo lo que tenga que ver con billetes, monedas y transferencias. En ese sentido, la diferencia entre un político corrupto y uno correcto es muy difícil de establecer para el ojo público poco entrenado y la difamación y persecución están siempre al alcance de la mano. La situación es todavía más compleja para el que gobierna: en la asignación de contratos siempre se beneficia a unos y se afecta a otros y por eso las sospechas por tráfico de influencias aparecen con o sin razón (de nuevo, hay que ser un observador de verdad agudo para distinguir).
Si Alan García, que propició la reducción de la pobreza y generó crecimiento económico en su último gobierno en un país dificilísimo, no pudo labrarse en vida un lugar en la historia y prevalecieron en la narrativa los infundios de adversarios políticos envidiosos e infinitamente menos talentosos ¿qué espera a políticos mucho más ordinarios como Andrés Manuel López Obrador? Alan García y sus hijos no tuvieron episodios como el de la casa gris. Como dirigente de su partido, el APRA, propició la expulsión de personajes ligados al narcotráfico como Gerald Oropeza y enfrentó cada acusación de financiamiento ilícito, incluso siendo un presidente en funciones. A pesar de eso, diríamos en jerga izquierdista, la historia, en la memoria colectiva, no lo absolvió. AMLO es muy diferente: prefiere hacer de cuenta que el financiamiento de Sergio Carmona a Morena no existió, e incluso defiende la “integridad” de los beneficiarios del dinero sucio en las campañas de 2021 y elude pronunciarse sobre los 100 mil millones de pesos en contratos para el socio de Felipa Obrador en Pemex, una cifra que sonrojaría a los perpetradores del fraude de Oceanografía. ¿Qué juicio le espera a López Obrador si en su gobierno, a diferencia del de García, además la pobreza aumentó y la violencia estructural contra los pobres aceleró su crecimiento?
En la historia, por otra parte, cada vez pesan menos las estatuas de gobernantes megalómanos y más la vida de la gente común. Y, en ese examen, los muertos hablarán desde las fosas comunes clandestinas y oficiales, desde la bruma en que hoy los tienen las fiscalías y los servicios forenses que los gobiernos manipulan para entorpecer el registro estadístico.
Recientemente, en una cumbre sobre democracia, López Obrador se hizo la siguiente serie de preguntas: “¿Cómo hablar de democracia si dominan las élites, y no las mayorías? ¿Cómo hablar de democracia si no existe separación del poder económico y el poder político? ¿Cómo hablar de democracia si en los últimos tiempos se ha dado la concentración de la riqueza en pocas manos más ofensiva en la historia del mundo?”. Tiene razón, como la tenía antes. Como él diría: todavía falta que lo juzgue la historia.