EL-SUR

Viernes 20 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

La China Poblana

Anituy Rebolledo Ayerdi

Junio 15, 2006

Mirra
Un largo ¡oooh! de sorpresa y admiración surge de la muchedumbre que atestigua aquí el desembarco de un galeón de Manila cuando aparece en su cubierta una hermosa chiquilla de finos rasgos orientales. Rostro terso y aceitunado, ojos vivos, cabello claro, nariz pequeña y garboso andar, según retrato generoso del cronista José Manuel Lopezvictoria.
Aquella presencia exótica acapara enseguida la atención de miles de concurrentes a la Feria de Acapulco de 1624.
La curiosidad general se centra en el atuendo de la mujer a la que todos llaman Chinita aun sin conocer su verdadero origen. Viste holgada camisa blanca, bordada con tiras caprichosas en el pecho y las mangas. La falda de lana es de color carmesí, adornada con franjas y lentejuelas y calza chinelas verdes. Deslumbran sus gruesas trenzas ceñidas a la cabeza con un listón rojo de seda.
Chino o china denominaba en tiempos de la Colonia a toda procedencia asiática, no necesariamente de China. Adoptada del quechua, la palabra significaba sirvienta de origen indígena o mestizo; mujer del bajo pueblo. China equivalía también a hembra, chamaca o rapaza. Chinita era un tratamiento cariñoso para las indígenas.
La Chinita de Acapulco era en realidad indostana y se llamaba Mirra que quiere decir amargura. Había nacido princesa en la ciudad de Indra Prastha en 1609, emparentada con los mongoles de India Oriental.
Será raptada a los diez años por piratas portugueses para venderla como esclava en Cochín, una región al sur de India evangelizada por la Compañía de Jesús.
Mirra, quien había escuchado hablar de los jesuitas desde muy niña y por tanto le inspiraban confianza, se pone en contacto con ellos para recibir las aguas de San Juan el Bautista. Se llamará en adelante Catarina de San Juan.
Catarina de San Juan llega todavía esclava a Manila, Filipinas, para integrarse a un establo del propio gobernador del archipiélago. Éste reúne a un grupo de hombres y mujeres asiáticos destinados al virrey de la Nueva España, don Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, marqués de Galves, quien ha encargado “esclavos de buen parecer y gracia para el ministerio del palacio”. Los indios y los negros lo rompen todo, se quejaba.
Catarina, sin embargo, ya no podrá servir a la nobleza criolla de la capital de la Nueva España. A los pocos días de su llegada al puerto habrá terminado el mandato del virrey Carrillo de Mendoza. Este suceso tan ajeno a ella habrá de cambiar radicalmente su destino. La convertirá de tajo en protagonista de una leyenda que le atribuye la creación del traje mexicano femenino por excelencia.
Nuevos amos
Libre del compromiso con su ex jefe sobre la venta de Catarina de San Juan, el gobernador de Filipinas encuentra pronto compradores para la princesa y esclava (como suelen serlo muchas mexicanas). Un matrimonio poblano sin hijos le ha encargado a una chiquilla de las características de aquella y no lo piensa dos veces para tratar con sus representantes. Le pagarán dos o tres veces más que lo ofrecido por el virrey Carrillo de Mendoza.
Los nuevos amos de la esclava, el matrimonio formado por el capitán Miguel de Sosa y doña Margarita de Chávez, la reciben aquí para viajar con ella a la ciudad de Puebla de los Ángeles. Aquí, en el templo del Santo Ángel de Analco, la princesa Mirra habría sido rebautizada como Catarina de San Juan.
Pronto Catarina aprende la castilla pero rechazará sistemáticamente entrarle a la escritura y a la lectura. La cocina y las manualidades, especialmente las labores de aguja, serán su fuerte ganando fama por ello entre las familias poblanas. Es católica devotísima y asiste regularmente a los oficios religiosos en el templo más cercano a su domicilio. Provoca expectación en sus salidas por el exotismo de su vestido a la usanza hindú, con el rostro cubierto.
La muerte de don Miguel Sosa traerá la libertad para la esclava por así disponerlo en su pliego testamentario. Ella se mantendrá unida a su madrina Margarita de Chávez, hasta que ésta no soporte la viudez e ingrese al convento de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa. Entonces quedará nuevamente sola y pobre pero “confiada en que Dios nunca la dejará en el desamparo”.
Casada, virgen y martir
Y tendrá razón. El licenciado Pedro Suárez, ejemplar clérigo poblano, acoge a Catarina para que le lleve la casa y lo acompañe en las salidas de su ministerio. Un tercer habitante de la residencia es un esclavo chino llamado Domingo Suárez, quien pronto caerá rendido ante los encantos de Mirra. Ésta rechaza su propuesta matrimonial por tener ofrecido el voto de castidad.
Catarina, que no ve con malos ojos al chinito, decide consultar con su confesor jesuita y éste le aconseja el matrimonio siempre y cuando respete el voto ofrecido a Dios. La mujer correrá a darle la buena nueva a Domingo.
–Me casaré contigo pero a condición de que tu duermas apartado de mí. Por lo que hace a cuidarte y servirte en otras cosas de tus menesteres, lo haré con muy buena voluntad.
Pero sucederá que una vez unidos en matrimonio, el chino Suárez se echa para atrás argumentando ignorar el significado del mentado voto de castidad. Exigirá entonces la consumación de la unión “por así disponerlo diosito”.
La mujer aceptará finalmente dormir en el mismo lecho con su marido, pero tendrá la precaución de dividirlo con almohadas. Colocará luego sobre la mullida muralla un gran crucifijo, segura de que el también devoto chino no osaría brincarlo. La estrategia tendrá éxito.
Luchando por su virginidad con tanto coraje como suele luchar contra el demonio, Catarina padecerá ayunos, desvelos, malos tratos, regaños e incluso golpes. Surgirán entonces las primeras visiones místicas y actos de milagrería que luego la harán famosa en toda la región. Una noche que el jarioso chino estaba a punto de consumar el matrimonio, la mujer pide auxilio a San Pedro y a San Pablo apareciéndose al punto los invocados. Tan fuerte será el evento que el propio asiático huirá despavorido cuando vea a dos hombres extraños sentados en la cama, haciéndole señas negativas con las manos.
Pasado el susto por aquella aparición, el terco Domingo volverá a la carga babeando lujuria. Sucederá, sin embargo, que el hombre perderá en aquel momento las fuerzas de su cuerpo, tanto que la señorita su esposa lo hará volar por los aires no obstante ser pequeña y frágil. Suárez jurará a partir de entonces no insistir más en sus devaneos y lo cumplirá hasta el final de sus días.
Cuando se conozca en Puebla que la mística Catarina juega a las escondidas con el niño Jesús, dialoga con una efigie del Nazareno, mantiene prolongadas charlas con la virgen María, además de sus agarrones con El Maligno, mucha gente la considerará perturbada de sus facultades mentales, loca de atar. Otros tantos, en cambio, la venerarán considerándola una profetisa y entre ellos el propio obispo de Puebla y los padres de la Compañía de Jesús.
La muerte
Muere Catarina de San Juan el 5 de enero de 1688, a los 82 años y a 64 años de su llegada a Acapulco en calidad de princesa indostana. Miles la lloran en unas exequias encabezadas por el alto clero. No faltarán quienes corten pedazos de su mortaja para conservarlos como reliquias. Encontrará descanso en la sacristía de la iglesia de la Compañía de Jesús en Puebla, sitio donde hoy se conserva su tumba bajo una lápida de azulejos.
La multiplicación de milagros adjudicados a Catarina obligará a la Santa Inquisición a prohibir en 1691 la reproducción de su efigie, creyendo evitar de esa manera su veneración como santa.
La China Poblana
La vinculación generalmente aceptada entre Catarina de San Juan y la China Poblana actual, es rechazada cuando entra al ámbito de la historia. Argumentan los académicos que de acuerdo con el significado de china –mujer pequeña– el personaje del vestido típico pudo ser cualquier mujer mexicana y que lo de poblana hacía referencia seguramente a mujer del pueblo, pueblerina, y no al gentilicio de Puebla. El traje de china poblana, por su parte, habría nacido dos siglos después de la llegada de la esclava a Acapulco, derivado quizás de la maja andaluza: falda roja bordada de lentejuelas, blusa que deja adivinar la opulencia del seno, medias blancas, zapatillas y rebozo.
El historiador Manuel Toussaint es terminante: “El vestido de nuestra china poblana de hoy nada tiene que ver con la indumentaria paupérrima usada por Catarina de San Juan. Como esclava, ningún lujo o gala puede haberse permitido y, ya mujer en Puebla, su indumento se reducía, como dice su confesor y biógrafo, a saya, manta y toca”.
La China Poblana viste hoy rebozo, blusa zagalejo y zapatillas. El rebozo más apropiado es el llamado de bolita en colores palomo y coyote. La blusa lleva bordados de chaquira en vivos colores y es de manga corta. La falda o castor consta de dos secciones: la superior, de unos 25 centímetros aproximadamente, de percal o de seda verde, de igual matiz que la pretina. La inferior recamada de bordados realizados en lentejuela y chaquira en forma de flores, aves y mariposas multicolores. El peinado de dos trenzas, con raya en medio, lo rematan moños de listón de los mismos colores del ceñidor. Las arracadas o zarcillos; en el cuello gargantilla de corales. En algunos casos se usa sombrero jarano, discretamente adornado con barbiquejo de gamuza o de cinta de popotillo. Las zapatillas son forradas de seda verde o roja.
Oye mi bien
La canción China, de Mario Talavera, era tema del examen de fin de año en la clase de música de la Secundaria Federal 22, a cargo del maestro Mauricio Güicho González. El autor la pasó con diez y hoy sólo recuerda la estrofa:

China, dulce amor del alma mía,
oye mi bien,
ese, tu rebozo verde mar,
aquel que para ti fue hecho,
por allá en Santa María,
con sus colores, a mis amores cobijará.