Saúl Escobar Toledo
Febrero 04, 2016
A casi 100 años del Constituyente de Querétaro, nuestra Carta Magna refleja, aunque de manera deformada, el cambio de la realidad del país y de su orden legal. Siguiendo la idea de Zygmunt Bauman, pasamos de un estado sólido en el que la Constitución era un cuerpo legal que reflejaba un proyecto de Nación que apuntaba a la construcción de un Estado social, a un estado líquido en el que priva la incertidumbre: ahora, el texto es una mezcolanza de ideologías, demasiado extenso, desordenado, y plagado de términos jurídicos que se contradicen entre sí, de acuerdo con la opinión de los expertos en derecho constitucional del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM (IIJ-UNAM).
Bauman define la modernidad actual como un escenario en el que las instituciones “se descomponen y se derriten” entre otras cosas por la separación entre el poder y la política. El Estado abandonó tareas y funciones destinadas a planificar el desarrollo y a proporcionar mínimos de bienestar a sus ciudadanos. Destruyó o redujo al mínimo las instituciones encargadas de estas tareas y lo fue dejando casi todo a merced de las fuerzas del mercado. De esta manera propició que los nuevos poderes, emancipados de toda regulación, provocaran profundas incertidumbres sociales. Junto con ello, el pensamiento político dominante, los proyectos de los principales partidos políticos y los funcionarios del Estado se han vuelto de corto plazo y sujetos a cambios constantes. En general, buscan la flexibilidad para, dicen, adaptarse al cambio. En realidad, lo que ha acontecido es que las élites han acrecentado su poder y han dejado a la mayoría de la población atrapada en una espiral de delincuencia y caos. El individuo ha quedado aislado y presa del desconcierto y el abandono.
El proyecto aprobado en febrero de 1917, como sabemos, no fue la prolongación de las ideas liberales del siglo XIX. Tomemos el caso de uno de los artículos centrales, el 123. La legislación del viejo orden porfirista estaba destinada a mantener la disciplina de la fuerza de trabajo sin reconocimiento de los derechos obreros. La nueva, en cambio, se orientó a protegerlos legalmente y a reconocer la libertad de asociación. Fue un salto cualitativo. En 30 apartados se construyó un aparato legal que, en ese momento, se consideró el más avanzado del mundo. La Constitución mexicana de 1917, y en particular el 123, definieron las bases de lo que posteriormente se conocería como el Estado social o Estado de bienestar del siglo XX.
El proyecto aprobado en 1917 fue deformado posteriormente en los hechos, primero con el surgimiento del PNR y después con el aniquilamiento de las oposiciones políticas, sobre todo en el régimen de Alemán. El sexenio cardenista retomó el proyecto original, pero no tuvo continuidad. Surgió entonces el Estado con bases corporativas y de partido único, un régimen que, en los años dorados del capitalismo, posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se caracterizaría por un alto crecimiento económico y la distribución de parte de los beneficios a través del aumento de los salarios reales y la ocupación. Pero fue al mismo tiempo un régimen autoritario, despótico y clientelar.
El proyecto de filiación corporativa hizo algunos cambios constitucionales. Por ejemplo, en el caso del 123, en 1960 dividió a los trabajadores en dos apartados: el A con derechos plenos en materia de huelga y organización sindical, y el apartado B, con derechos recortados. Con ello buscó asegurar la lealtad de los “burócratas” al control corporativo del Estado y del partido gobernante. Pero las reformas a la Carta Magna no fueron tan numerosas porque, según los gobiernos de entonces, el proyecto ideológico de la Revolución permanecía intacto aunque en los hechos había sido deformado para asegurar la continuidad de la élite política y económica.
Finalmente, el país y el mundo cambiaron y desde los años ochenta del siglo pasado, se fue imponiendo el proyecto neoliberal. Las reformas modificaron sustancialmente la Constitución y el orden jurídico. Una de las últimas vueltas de esta tuerca fueron las reformas a los artículos 27 y 28 para privatizar los energéticos.
No todos fueron cambios constitucionales. El 123 se mantuvo en lo fundamental intacto, pero la Ley Federal del Trabajo fue reformada a finales de 2012, adoptando los principios de la flexibilización laboral. Con ello, el derecho al trabajo y todos los postulados aprobados en 1917 en esta materia se convirtieron también en derechos líquidos, sujetos a la incertidumbre del mercado.
En los años del neoliberalismo, la Constitución cambió rápidamente. La fiebre reformadora se aceleró desde el sexenio de Salinas, pero adquirió un ritmo inusitado con Calderón y Peña Nieto, según el estudio realizado por el IIJ-UNAM. En todos estos cambios ha habido desde luego cosas positivas.
Así, por ejemplo, la reforma al artículo 1º, de 2011, puede entenderse como un cambio sustancial en nuestros paradigmas jurídicos y una nueva visión garantista de nuestras instituciones. Representa, en principio, la adopción de lo que se ha llamado una “ciudadanía mundial” entendida como la participación de los ciudadanos más allá de las fronteras nacionales bajo el concepto de que los derechos del individuo y la sociedad son de carácter universal. Ahora, los mexicanos pueden invocar la legislación internacional y apoyarse en instituciones supranacionales como la Corte Internacional de Justicia y, a nivel regional, la CIDH de la OEA.
El problema sin embargo es que en el texto constitucional se han mezclado diversas ideologías y se han introducido contenidos que deberían ser materia de las leyes reglamentarias, lo que la han convertido en un documento excesivamente largo y contradictorio. Con ello, según Diego Valadés, la Constitución se ha “desfigurado.. provocando repercusiones negativas para el conjunto de las instituciones”. Entre las causas de este desorden se encuentran el haberla convertido en instrumento para pactar acuerdos entre los partidos al ritmo y correlación de fuerzas de la coyuntura; y, más grave aún, la imposición de las reformas deseadas por las élites económicas (de orden mundial y nacional) de acuerdo con sus intereses económicos.
En resumen, a lo largo de estos casi 100 años, el constitucionalismo ha recorrido tres etapas: como eje de un proyecto nacional-popular, como instrumento de un Estado con bases corporativas y autoritarias y, finalmente como reflejo de un Estado recortado e incapaz, dominado fundamentalmente por las fuerzas del mercado mundial.
De esta manera, nuestra Constitución ha quedado liquidada. No todo está mal, pero nada funciona bien. No da seguridad ni certeza. No ha producido instituciones fuertes y estables. La Constitución se ha convertido en un texto indescifrable: ¿Cuál proyecto constitucional debe orientarnos? ¿El que defiende la libertad de los mercados o aquel que procura el bienestar y los derechos de los ciudadanos?
Así las cosas, llegaremos al centenario de nuestra Constitución con más incertidumbres que certezas sobre el balance de estos 100 años y el proyecto de país que queremos. Quizás sea necesario cambiar nuestro pensamiento político y considerar que lo que necesita el país no son sólo reformas legales aprobadas al ritmo de la coyuntura, sino sobre todo un nuevo pacto social y político, un nuevo proyecto nacional que dirija al país.
No es sólo un problema de técnica jurídica. Se trata de definir un nuevo rumbo. Y para ello, se requiere que la sociedad se involucre en su definición. Si ello sucede, la posibilidad de un nuevo Constituyente y una nueva Constitución tendrán sentido. De otra manera, seguiremos tropezando con más reformas que jalan a la nación y a sus ciudadanos en sentidos contrarios. El próximo 7 de febrero a las 11 de la mañana en la Casona de Xicotencatl de la Ciudad de México discutiremos públicamente este tema. Todos están invitados. Más información en: www.pormexicohoy.org.
Twitter: @saulescoba