EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

HABLEMOS DE LIBROS

La Constitución de Querétaro, 1916-1917; hoy, hace 104 años

Julio Moguel

Febrero 04, 2021

(Trigésima parte)

I. La propuesta agrarista radical de la Comisión de Constitución sobre el artículo 27 constitucional

Veíamos, en el artículo de ayer, que la propuesta presentada por el Primer Jefe Venustiano Carranza en torno al tema agrario era prácticamente inaceptable para los “liberales jacobinos” y para una buena parte de los “independientes”, frente a lo que había sido –y lo seguía y seguiría siendo en ese momento y en adelante– una de las banderas más importantes de la Revolución.
Por ello la Comisión de Constitución hizo a un lado el posicionamiento de Carranza, para anotar en lo referente a la propiedad social de la tierra:
“Los pueblos, rancherías o comunidades que carezcan de tierras y aguas, o no las tengan en cantidad suficiente para las necesidades de su población, tendrán derecho a que se les dote de ellas, tomándolas de las propiedades inmediatas, respetando siempre la pequeña propiedad. Por tanto, se confirman las dotaciones de terrenos que se hayan hecho hasta ahora, de conformidad con el decreto del 6 de enero de 1915. La adquisición de las propiedades particulares necesarias para conseguir los objetos antes expresados se considerará de utilidad pública”.
En la connotación que se daba a esta específica definición se implicaba el hecho, sustantivo, de que quedaría en manos de los pueblos el dominio sobre el conjunto de “los elementos naturales” que estuvieran contenidos en el marco de dicha “propiedad social”, salvo aquellos que, como los bienes y riquezas del subsuelo, se mantendrían como “propiedad de la Nación”.
Se cerraba así un círculo virtuoso que no implicaba sólo el reparto físico de “tierras”, sino una especie de entrega de dominio sobre ecosistemas territorializados –aunque aún no se utilizara en aquellos momentos el concepto de ecosistemas–, que abría las posibilidades de pensar “el desarrollo” desde perspectivas muy distintas a las que se impusieron con el tiempo (debo al especialista Luis Hernández Palacios poner acentos especiales en esta esclarecedora connotación).
Pero algo faltaba en esta significativa definición, a saber, la referida expresamente a la propiedad comunal, en un tenor que reflejaba sin lugar a dudas el radicalismo agrarista de un Rouaix, o el radicalismo agrarista del zapatismo que, sin tener un lugar expreso en el Congreso –recordemos que se había negado su representación en el Congreso de Querétaro a cualquier persona que hubiera tenido con ver, directa o indirectamente, con el zapatismo y el villismo–, había llegado al punto de construir sobre el terreno, en el estado de Morelos, un comunalismo revolucionario basado en la propiedad social que no tenía parangón en la historia de México. Esta definición apareció en la propuesta de reforma de la Comisión:
“Los condueñazgos, rancherías, pueblos, congregaciones, tribus y demás corporaciones de población, que de hecho o por derecho guarden el estado comunal, tendrán capacidad para disfrutar en común las tierras, bosques y aguas que les pertenezcan o que se les hayan restituido, conforme a la ley del 6 de enero de 1915”.
“Disfrutar en común las tierras, bosques y aguas que les pertenezcan”: aquí aparecía de nueva cuenta la formulación “ecosistémica” a la que nos referíamos arriba, tema sobre el que, por falta de tiempo, no tendremos oportunidad de profundizar.

II. La aparición en el Congreso de un garbanzo de a libra: la petición expresa del reconocimiento de pueblos y comunidades indígenas como sujetos de derecho. La intervención del diputado Cañete.

No podremos seguir ahondando en la valoración de lo que significó el debate en torno al tema relativo al artículo 27 constitucional, pues ya sólo nos queda la posibilidad de redactar unas pocas líneas más en torno al Congreso Constituyente de Querétaro (mañana, 5 de febrero, aparecerá la última entrega de la serie). Pero no queremos dejar de aprovechar el espacio para mostrar cómo, en el fragor de los debates, apareció de pronto una luz sobre un punto que, ninguneado y anulado en los debates del Constituyente, marcó la pauta de lo que, 70 años después, se convertiría en el eje de definiciones que marcaron los Acuerdos de San Andrés. A saber, el reconocimiento de los pueblos y comunidades indígenas como sujetos de derecho. Aquí la historia de la aparición de ese garbanzo de a libra en los debates del Teatro Iturbide.
Justo cuando, ya en las últimas horas de vida del Congreso, se ponía a discusión la parte del artículo 27 en la que se reconocía el “estado comunal” [“Los condueñazgos, rancherías, pueblos, congregaciones…”, etcétera], pidió la palabra el diputado Rafael P. Cañete, del estado de Puebla, indicando que sólo haría “una observación a la Comisión”. Aquí las palabras del mencionado legislador:
“Yo creo que es conveniente que, al establecer el derecho de esas comunidades para poseer bienes, se diga que tendrán capacidad para defenderlos judicial y extrajudicialmente. Las dificultades que ahora se han suscitado aquí, han consistido precisamente en determinar y establecer si las comunidades tienen o no personalidad para defender sus intereses. Pido que en esta fracción se establezca la personalidad jurídica de esas comunidades con el objeto dicho”.
A lo que respondió de inmediato el diputado Hilario Medina:
“Los municipios, conforme a la fracción III del artículo 115 del proyecto de Constitución, tienen personalidad jurídica que es bastante para todos los efectos legales. Las rancherías no tienen personalidad jurídica, por no estar comprendidas en el mismo artículo, ¿o cree el señor Cañete que los están?”.
A lo que el diputado Cañete sencillamente respondió: “Creo que una cosa es una municipalidad y otra una comunidad”.
Pero el diputado Medina no estaba dispuesto a dejar pasar el atrevimiento político y conceptual del diputado Cañete, a quien terminó por fulminar con un discurso vago y superficial, indicando que bastaba, en los hechos, que “dos o más personas [litigaran] unidas” a través de “un representante” para resolver cualquier asunto “legal” o “de derechos”.
En esta lid quedó varada la perspectiva comunalista presentada por el diputado Cañete, pues en el punto específico ni el radicalismo jacobino ni el conservadurismo carrancista estaban dispuestos a ceder. En la lógica de ambas corrientes políticas e ideológicas el “piso” en el reconocimiento de “sujeto de derecho” quedaría definido en la figura del municipio o del ayuntamiento.
La solitaria voz del diputado Cañete proyectó un futuro que la gran mayoría del Congreso no tendría entonces posibilidades de imaginar, adquiriendo concreción sólo hasta 1996, cuando, como ya habíamos mencionado, se firmaron los conocidos Acuerdos de San Andrés.