Jesús Mendoza Zaragoza
Marzo 13, 2017
Así van las cosas. Un desafuero, el del diputado local Saúl Beltrán Orozco, que después de vueltas y vueltas no se logra. Y por otra parte, el rechazo de la mayoría de los diputados locales a incluir la eliminación del fuero en el nuevo sistema estatal anticorrupción. Era de esperarse en Guerrero, donde la corrupción es un componente fundamental de la clase política, que opera sin pudor y con un cinismo proverbial.
El fuero de los funcionarios públicos ha representado en México, pero particularmente en Guerrero, un obstáculo duro para la justicia. Esto se ha hecho evidente en el manejo tan grotesco del desafuero del diputado citado. El fuero representa un estatus que la clase política se ha otorgado a sí misma mediante sus propias construcciones legislativas y reglamentarias. Ellos han tejido finamente las leyes que los colocan en un terreno diferente, que es el de la impunidad. Afortunadamente ya se ha estado abriendo un camino para la eliminación del fuero, como en los estados de Jalisco, Veracruz, Querétaro y Campeche, y muy recientemente en Baja California. Pero en Guerrero no hay visos de que suceda pronto.
En Guerrero se cuentan miles de historias que involucran a políticos en asuntos criminales y, por regla, nadie es tocado por la justicia. El caso de José Luis Abarca, el ex presidente municipal de Iguala fue tan público que el sistema político no tuvo más remedio que sacrificarlo. El sistema de justicia, desde las fiscalías hasta los tribunales tiene dos varas para medir a los ciudadanos. Una para los políticos y otra para los mortales, es decir, los que están fuera del entramado de las mafias institucionalizadas en la política y en la administración pública.
Guerrero tiene en la corrupción uno de los mayores factores de sus múltiples e históricos rezagos, así sea en educación, en salud, en justicia, en democracia, en desarrollo, en medio ambiente, en agricultura, en todo. Una muestra la tenemos en el sector salud que está colapsado y que funciona de manera precaria, precisamente porque cada gobierno ha cumplido compromisos engrosando la nómina sin contar con un techo financiero y donde lo que menos cuenta es la salud sino los intereses políticos que se mueven en esta instancia estatal.
Por otra parte, la corrupción es un factor fundamental en el desarrollo de las desigualdades, en el narcotráfico, en el impulso de la delincuencia organizada. Todos los vacíos institucionales que tienen los gobiernos los llenan las organizaciones criminales al tiempo que la fragilidad institucional –en gran parte generada por la corrupción pública– permite que las mafias estén gobernando en la práctica en todas las regiones del estado.
Este contexto nos permite entender la decisiva resistencia de la clase política para permitir un avance serio en la lucha anticorrupción, la que sólo puede pensarse como una simulación más. Así las cosas, los gobiernos, estatal y municipales, el Congreso y los tribunales nadan de muertito y reciclan las prácticas corruptas. Tienen mucha experiencia y lo saben hacer muy bien.
Tenemos un panorama desolador. Pero hay que poner atención porque la corrupción lleva en sus propias entrañas el virus que la pondrá en crisis y abrirá oportunidades para limpiar la política de esta inmundicia y para generar una cultura de honestidad y de transparencia.
Por lo pronto, nos duele el circo que arman los actores políticos para mantener la impunidad dentro de sus territorios.