EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

La corrupción y sus límites

Humberto Musacchio

Noviembre 02, 2017

Uno de los mayores insultos a la sociedad mexicana se lo debemos a José López Portillo, quien acuñó la frase “La corrupción somos todos”. Era una manera de compartir culpas para minimizar la podredumbre de los priistas y hacerla ver como algo intrascendente y, peor aún, común a todos los habitantes del país.
Por supuesto, la corrupción forma parte del entramado del poder, es el cemento que otorga cohesión a quienes se benefician de sobornos, cochupos, mordidas y del saqueo directo a las arcas públicas. Pero por respeto a los funcionarios probos, que también los hay, debe quedar claro que mientras unos se enriquecen ilegítimamente, alguien ha de hacer el trabajo que corresponde al Estado.
Tampoco puede omitirse que gran parte de la sociedad participa de la corrupción, generalmente como víctima, por la sencilla razón de que todo trámite oficial representa largas colas, esperas interminables e injustificadas, favoritismo o marginación indebida y diversas arbitrariedades, lo que obliga a los ciudadanos a aceptar la exacción para resolver cualquier asunto.
Las anteriores son formas de corrupción, digamos, elemental, a ras de suelo. La corrupción grande está en los contratos de alto monto, en su mayoría de obras públicas de las que sale de acuerdo con un funcionario de los honrados, “el lubricante del sistema”, pues se dice –los únicos que lo saben con certeza son los propios involucrados– que para firmar un contrato de obras o de servicios antes se pedía el consabido 10 por ciento, pero en este sexenio la exigencia se eleva hasta el 30 por ciento, lo que encarece las obras y obliga al proveedor a realizarlas sin respetar las mínimas condiciones de funcionamiento y seguridad. Además, ese 30 por ciento no paga impuestos, lo que causa un daño adicional al erario.
Si el contratista tiene que dejar hasta 30 por ciento de lo pactado en manos del funcionario que otorga el contrato, podemos explicarnos los socavones, el daño por los sismos a miles de escuelas y hospitales, el monorriel del aeropuerto capitalino que se descompone cada tercer día, la autopista a Acapulco sujeta a deslaves y permanente bacheo, las obras del tren rápido que triplica sus costos, los sistemas de telefonía o de computación que nunca acaban de funcionar adecuadamente, el mobiliario endeble que debe cambiarse con injustificable frecuencia, y así, hasta la náusea.
La corrupción ha sido la fórmula más socorrida para garantizar el funcionamiento del sistema político, pero en este sexenio las cosas han llegado a extremos que traban la actividad económica y le quitan rentabilidad a las inversiones. De acuerdo con la revista Expansión (septiembre de 2017), la tercera parte de los ejecutivos de empresa confesó que recurre al soborno para ahorrarse trámites y entre sus fórmulas favoritas está “ofrecer entretenimiento, pagos y regalos a terceros”.
Hay, en efecto, empresas corruptoras, pero la mayoría de las firmas que caen en el juego de la mordida lo hacen porque de otra manera quedarían fuera de los negocios. Sin embargo, lo obvio es que las prácticas corruptas se generan sobre todo en la esfera estatal, no sólo por la voracidad de los funcionarios, sino también porque el confuso montón de leyes, reglamentos, estatutos y otras normas está hecho para preservar el funcionamiento irregular de los asuntos públicos, como lo prueba el altísimo índice de impunidad de los ladrones del erario y la discutible confidencialidad de los expedientes de investigación, que lejos de ser una garantía de eficacia, en la práctica funciona como cortina de humo en favor de los sinvergüenzas.
Los casos de Odebrecht, la Casa Blanca, el botín de tantos gobernadores que se llevan decenas de miles de millones de pesos, el siniestro despido del fiscal especial para Delitos Electorales y su posterior desistimiento ante reales o presuntas amenazas son apenas botones de muestra de que el país está desfondado y lo están también los negocios, el empleo, la seguridad, la salud pública, la educación y lo que el lector agregue.
Por fortuna, el señor José Antonio Meade Kuribreña, en uno de esos destellos que lo muestran como un iluminado, ya advirtió que la corrupción se debe al manejo de dinero en efectivo y la solución es, dijo hace unos días, que “sigamos moviéndonos hacia una economía digital”. Para él, en efecto, lo que procede es moverse hacia la digitalización, hacia el dedazo.