Lorenzo Meyer
Abril 06, 2020
AGENDA CIUDADANA
La gran pandemia que azotó a México y al mundo hace poco más de un siglo, la influenza de 1918-1920, se originó en un virus A (H1N1) que probablemente pasó de las aves a los humanos en Estados Unidos. Su efecto fue brutal y global. Se calcula que infectó a centenas de millones y causó la muerte de entre 40 y 100 millones de personas, (John M. Barry, The great influenza, Penguin, 2004).
Las fuentes no permiten saber con exactitud como afectó a México este virus. Los censos de población de 1910 y 1921 nos dicen que en vísperas de la Revolución nuestro país contaba con 15.1 millones de habitantes y once años más tarde sólo registraron a 14.3 millones. Si la demografía hubiera seguido su trayectoria normal –como la que tuvo en el último decenio del porfiriato– cuando la población aumentó en 1.5 millones, entonces el censo de 1921 no hubiera registrado descenso alguno sino, al contrario, un ascenso, y la población total hubiera rondado los 16.7 millones. Sin duda la Revolución fue el factor interviniente más dramático en la caída demográfica de la época, pero por sí sola no explica los 2.4 millones de mexicanos faltantes en los registros. Ese número hipotético debe de estar compuesto por las víctimas de la violencia (aunque los grandes encuentros, como la Decena Trágica en 1913, Zacatecas en 1914 o Celaya en 1915, registran muertes del orden de 6 mil civiles y combatientes la primera, 7 mil la segunda y alrededor de mil 400 la tercera), pero también por las hambrunas, la disminución de la natalidad, la migración masiva a Estados Unidos y las enfermedades: fiebre amarilla, tifo, tifoidea, sarampión, viruela y, desde luego, la pandemia de finales del 18.
El trabajo de Lourdes Márquez Morfín y América Molina del Villar (El otoño de 1918: las repercusiones de la pandemia de gripe en la ciudad de México, Desacatos, No. 32, [enero-abril, 2010]) ofrece datos, análisis y la textura social y política en que se desarrolló esa pandemia en la capital mexicana. El virus llegó de las ciudades del norte y de Veracruz –las zonas de contacto con el mundo externo por ferrocarril y barco–, las autoridades locales reaccionaron con lo que pudieron: ordenaron el cierre de escuelas, teatros y lugares de reunión, examinaron el estado de salud de los viajeros en las terminales de ferrocarril, recomendaron la cuarentena a los infectados y evitar saludos de manos y besos, limpiaron las calles, y habilitaron al Hospital General para atender a contagiados “menesterosos” hasta saturarlo, a ese y otros hospitales. En suma, la autoridad sanitaria local hizo un esfuerzo por detener la cadena del contagio y atender a los infectados. En los tres meses que duró la emergencia, una ciudad de poco más de 600 mil habitantes, registró 7 mil 375 muertes por influenza. Otras ciudades, sobre todo en el norte, corrieron con igual o peor suerte. Al final, los infectados se contaron por centenas de miles y los muertos fueron muchos. Un ejemplo fue la Villa de Guadalupe; ahí la prensa reportó el contagio del 45% de sus 3 mil habitantes y calculó en 25 los decesos diarios en octubre.
La pandemia de hace un siglo, como la de ahora, no pudo ser prevista. En ambos casos la vacuna simplemente no existió como opción, sino apenas la organización de medidas de higiene y la atención posible de los afectados. En 1918 la tarea de organizar el aparato de salubridad recayó en los gobiernos locales, hoy la batuta la ha tomado el gobierno federal para implementar una coordinación nacional de una defensa que se empezó a construir en cuanto se supo del peligro. En 1918 el gobierno presidido por Carranza simplemente no tuvo que tomar en cuenta a la oposición organizada porque ya había sido destruida y la crítica de la prensa a las instituciones públicas se quedó a nivel local y no tuvo mayor efecto en la vida pública.
En México, la pandemia del 18 se desarrolló cuando un antiguo orden político acababa de ser reemplazado violentamente por otro. En contraste, la actual está teniendo lugar en el marco de una feroz pugna entre una vieja estructura de poder que se niega a desaparecer y un gobierno que busca rehacer la vida pública mexicana. Sin que nadie se lo propusiera, hoy el Covid-19 es un factor –un actor– central en el drama político mexicano y de otros países. ¿Quién iba a suponer que parte del futuro mexicano lo iba a determinar un virus que apenas mide la décima parte de una milésima de milímetro? En política y desde siempre, la sorpresa es rutina.