Lorenzo Meyer
Julio 12, 2018
Es exacta la apreciación –en realidad, definición– de Blanca Heredia en relación a las estructuras que acaban de ser derrotadas en las urnas en este 2018. Heredia define a ese ejercicio del poder bajo las siglas del PRI y del PAN, como un entramado de acuerdos entre las élites, que por décadas –en realidad por más de setenta años– sirvió de manera muy efectiva para gestionar la exclusión social en nuestro país (El Financiero 04/07/18).
La exclusión está en la raíz de nuestra historia. La esencia de la estructura legal, social y cultural de la Nueva España –una colonia de explotación muy productiva para la corona española y para las élites novohispanas pero no para el resto de los súbditos– era su efectividad para mantener excluidos a indios, mestizos y, desde luego, negros, de los altos círculos de poder donde se discutían y se tomaban las decisiones del reino. La independencia cambió, pero no mucho, este panorama. Un siglo después, en vísperas de la Revolución Mexicana de 1910, Andrés Molina Enríquez en su libro clásico Los grandes problemas nacionales (México: A. Carranza e hijos, 1909), caracterizó al México porfirista como una sociedad “comprimida”. En la mecánica de la estructura social de inicio del siglo XX, el papel de las clases altas –formadas básicamente por criollos– era actuar como “compresoras” de las clases bajas y el de estas últimas era sobrellevar esa “compresión”, aunque ya eran frecuentes los actos de resistencia.
Para Molina Enríquez, la única forma de llegar a hacer de México una nación verdadera era superar esas medidas de exclusión. Y proponía lograr esto por una vía evolutiva, pacífica y, desde luego, de largo plazo: el mestizaje. Sin embargo, la coyuntura electoral de 1910 aceleró todo: provocó una movilización que rápidamente desembocó en rebelión para concluir en revolución. De esta manera, la “descompresión” fue radical y derrumbó buena parte de los muros que perpetuaban la exclusión social en nuestro país. México realmente cambió al perder su carácter oligárquico y abrirse a la capilaridad social. Sin embargo, con el tiempo el empuje revolucionario fue menguando hasta quedar en un mero discurso hueco. Para finales del siglo pasado ya había tomado forma una nueva oligarquía y las esclusas que perpetuaban la separación entre las clases, apenas si se abrían.
Un estudio que acaba de publicar El Colegio de México –Desigualdades en México/ 2018, (El Colegio de México-BBVA, 2018)– define a las diversas desigualdades –pues son varias y se acumulan y refuerzan–, “como las distribuciones inequitativas de resultados y acceso a las oportunidades entre individuos o grupos” P.116). La “compresión” a la que hoy se somete a las clases menos favorecidas es resultado de la combinación de falta de oportunidades en materia educativa, de ingresos, de movilidad, de trabajo, de la migración y de los efectos negativos de cambios climáticos.
Son muchas las cifras e indicadores en el estudio citado, pero uno es particularmente relevante para sostener que el problema detectado por Molina Enríquez –la escasa movilidad social– reapareció y hoy caracteriza al México del siglo XXI de una manera que recuerda al Porfiriato. En las condiciones actuales, el 50.2% de los niños que hoy nacen en una familia que se encuentra entre el 20% más pobre de la sociedad mexicana, se quedarán ahí al llegar a la edad adulta, un 26% logrará ascender al peldaño formado por el siguiente 20% pero apenas un escuálido 2.1% escapará de ese destino e ingresará al grupo formado por el 20% de los más afortunados. Y lo contrario también es cierto: quien tiene la suerte de nacer entre el 20% que concentra el mayor ingreso, por ese sólo hecho, tienen una enorme posibilidad –80%– de permanecer en ese nicho o en el inmediatamente inferior. Finalmente, aquellos que nacieron en los sectores intermedios, su destino más probable es quedarse ahí, sin ascender en la escala social (pp. 48-51). Medida de esta forma, la movilidad social en Estados Unidos es casi cuatro veces mayor que la nuestra y la canadiense seis veces.
Visto desde esta difícil perspectiva, la insurgencia electoral del 2018 es en realidad una forma no violenta, muy institucional y civilizada, de una parte sustantiva de la ciudadanía mexicana, de poner al frente del gobierno a un líder y a un partido con el mandato de no seguir gestionando la exclusión, sino de tomar medidas que desemboquen en una descompresión social significativa. “Por el bien de todos, primero los pobres” fue un eslogan que en 2006 irritó mucho a los espíritus satisfechos con el estatus quo, pero en realidad es una propuesta que debe retomarse para disminuir los efectos perversos de la exclusión y conjurar una variante de las salidas violentas del pasado.
El gobierno que vendrá debe estar dispuesto a usar a fondo su gran capital de legitimidad –30 millones de votos– para empezar a abrir las compuertas de la “descompresión social”, ello liberaría, como ocurrió durante la Revolución, una gran energía creadora que hoy se malogra como resultado de la inmovilidad social que impide, a los mejores de las clases menos favorecidas, contribuir a plenitud a dar sentido al concepto de nación mexicana. Una nación caracterizada por la exclusión es un contrasentido.