Lorenzo Meyer
Septiembre 14, 2017
Desde la perspectiva del interés nacional de largo plazo, la expulsión del embajador de Corea del Norte no pareciera ser una buena decisión.
Con el Dr. Álvaro Matute, se va un gran historiador y un académico tan profesional como afable.
Antes de que sucediera, nadie fuera del círculo que toma las decisiones sobre política exterior en México, lo imaginó. Me refiero, claro está, a la decisión del gobierno mexicano de declarar persona non grata y expulsar al embajador de Corea del Norte, Kim Hyong Gil, en represalia por la continuación en ese país de su programa nuclear pese a resoluciones en contra del Consejo de Seguridad de la ONU.
El secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray justificó la expulsión como una respuesta al desafío norcoreano a la ONU y por amenazar la seguridad de países a los que el gobierno mexicano considera aliados: Japón y Corea del Sur. Días más tarde, el gobierno de Perú siguió los pasos del mexicano.
En el sistema internacional abundan ejemplos de acciones que afectan directa o indirectamente la paz y la seguridad de otros países o del conjunto. En ocasiones, nuestra cancillería ha encontrado maneras de mostrar su rechazo sin llegar a la expulsión de diplomáticos. Si cada vez que se produjera una acción equivalente a lo que está haciendo hoy el régimen de Kim Jung-un, hace tiempo que varias embajadas en la Ciudad de México estarían acéfalas. Vienen al caso estos ejemplos: la negativa de Israel a admitir que posee un arsenal nuclear desde hace tiempo y su resistencia a firmar el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares. La invasión de Irak en 2003 por Estados Unidos bajo una premisa falsa, sin contar con la autorización explícita del Consejo de Seguridad de la ONU y que ha dejado al Medio Oriente en un caos que se ha cobrado miles de vidas. La invasión rusa de Crimea se puede explicar de varias maneras, pero en cualquier caso implicó una agresión, y si nos ponemos muy estrictos, habría que incluir también el rechazo de Estados Unidos al Acuerdo de París de 2015, que fue negociado dentro del Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, pues así queda libre ese país para seguir contaminando al planeta. En fin, que de aplicarse de manera estricta la flamante “doctrina Videgaray”, México tendría que reelaborar toda su política exterior y meterse una y otra vez en problemas de mucho fondo en los cinco continentes.
Desde luego que las pruebas nucleares norcoreanas y la tensión que han generado en esa península el lanzamiento de misiles de alcance corto, mediano e intercontinental, es un asunto grave, pero su solución efectiva está básicamente en manos de un puñado de actores: las dos Coreas, Estados Unidos y China, los demás países somos más espectadores que actores. En el remoto caso de que México pudiera ejercer presión sobre alguno de ellos, sería sobre Estados Unidos para empujarlo a enfrentar el problema vía negociación y no mediante “fuego y furia, como el mundo nunca ha visto antes”, según lo anunció en agosto Donald Trump desde su club de golf.
Un teórico de las armas nucleares del MIT, el politólogo Vipin Narang, sostiene que la política nuclear seguida por el dictador norcoreano es condenable y peligrosa pero no irracional desde la óptica de alguien que toma medidas para no correr la suerte de Ghadafi en Libia o Saddam Hussein en Irak. El juego de Pyongyang es, a la vez, simple y arriesgado: hacer creíble para Estados Unidos que, si emprende la destrucción del régimen norcoreano mediante una acción militar, el precio a pagar sería la posibilidad de ver destruida una ciudad norteamericana o de su aliado, Corea del Sur, o ambas. (The New York Times, 10/09/17).
La tradición de la política exterior mexicana está llena de decisiones con pocos efectos prácticos, como la aquí comentada, pero plenas de simbolismo nacionalista defensivo y antiimperialista. Por ejemplo, el llamado de Venustiano Carranza para negar materias primas a los contendientes en la Gran Guerra que estalló en 1914 para obligarles a cesar la matanza; las condenas del gobierno de Lázaro Cárdenas a las agresiones de Alemania, Italia y Japón en la década de los 1930 y otras similares.
Particularmente útil como antecedente al tema que aquí se plantea es la negativa del gobierno de Adolfo López Mateos a romper relaciones con Cuba en los 1960 como lo demandó una decisión de la OEA impulsada por el gobierno norteamericano como parte de su política de la Guerra Fría. En 1962, en el marco de la VIII Reunión de Consulta de la OEA, Colombia presentó, alentada por Estados Unidos, una resolución para que los países miembros rompieran con Cuba. México resistió la presión, pero no en defensa de Cuba, sino de su propio interés en mantener una independencia relativa ya ganada frente a Washington. Al final, México fue el único país latinoamericano que mantuvo el vínculo con La Habana, aunque, en la práctica, apoyó el bloqueo económico y respaldo a Estados Unidos durante la “crisis de los misiles”.
Hoy, en su afán de congraciarse con el Washington de Trump y lograr que no acabe con el TLC, el gobierno mexicano ha aguantado insultos del trumpismo, ha adoptado como propias políticas norteamericanas contra 13 funcionarios venezolanos y ahora expulsa al embajador norcoreano. Esta “doctrina Videgaray” de sudar fiebres ajenas, va con “el comes y te vas” de Vicente Fox frente a Fidel Castro, pero no con la tradición de la política exterior mexicana, tradición que el país necesita mantener frente al muy agresivo “nacionalismo blanco” de Trump.
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