Lorenzo Meyer
Septiembre 13, 2021
AGENDA CIUDADANA
Desde hace siglos México ha vivido a la sombra de algún imperio. El último es el norteamericano y todo lo que pueda influir en el comportamiento de nuestro poderoso vecino no debe sernos ajeno. Por ello es de interés el resultado de la aventura norteamericana en el Medio Oriente, especialmente en Afganistán.
Un enfoque particularmente interesante sobre los efectos de la derrota norteamericana en esa montañosa e indómita región de Asia es el que ofrecen intelectuales públicos de ese país identificados con visiones conservadoras. Esta columna toma en cuenta lo que acaban de publicar Robert Kagan –ex asesor de George W. Bush– en el Washington Post (26/08/21) y Christopher Caldwell y Ross Douthat en The New York Times (3,4/09/21).
Los tres autores parten de lo indiscutible: en Afganistán Estados Unidos sufrió una derrota espectacular, aunque no lo suficientemente grave como para que, junto con los resultados de las intervenciones en Vietnam e Irak, se pueda considerar el principio del fin de la capacidad imperial de nuestro vecino del norte. Douthat encuentra un símil en la historia antigua: las espectaculares derrotas de las legiones romanas en el siglo primero de nuestra era frente a las tribus germanas y los partos. Fueron indicadores de los límites del poder militar de Roma, pero ocurrieron en las fronteras lejanas, en la Mesopotamia, en los bosques de Teutoburgo y no afectaron, por entonces, el corazón del imperio. Para el imperio norteamericano lo vital está en su frontera europea y del este asiático y en la más próxima: el Pacífico y la región contigua de América donde se encuentra México.
Para Caldwell algo importante es el “efecto Afganistán” en la Europa de la OTAN. Esos países europeos que como actores secundarios acompañaron –muy a regañadientes– a Estados Unidos en su aventura afgana, finalmente ganaron poco y quedaron muy mal parados con sus propias opiniones públicas y con las de la región donde operaron. Angela Merkel en Alemania subrayó que la solución americana al problema de Afganistán ha desembocado en la gran debacle en la OTAN y el presidente francés ha considerado proponer a sus socios europeos buscar su independencia militar y, por tanto, política, de Estados Unidos, lo que es fácil de formular pero muy difícil de llevar a cabo.
Finalmente, Kagan pone el acento en un punto muy sensible para los países políticamente inestables dentro de la órbita de las potencias imperiales: la tentación de éstas de moldear vía la intervención directa a los países subordinados problemáticos para hacerlos funcionales a sus proyectos de seguridad. Se trata de lo que hoy se define como “nationbuilding” (eso que por un tiempo Woodrow Wilson intentó con el México revolucionario). Estados Unidos tuvo cierto éxito en esta empresa con Corea del Sur y eso le dio confianza, aunque Vietnam le sembró dudas.
Fue por una combinación de temor al terrorismo islámico con lo que le quedaba de confianza en su superioridad militar y administrativa lo que llevó a Washington a proponerse rehacer Afganistán. Sin embargo, veinte años de intervención militar y política más un millón de millones de dólares invertidos sin gran resultado finalmente le convencieron que la empresa era “misión imposible”.
Tras experiencias como las de Vietnam, Irak o Afganistán, quizá Estados Unidos pensará dos o más veces antes de volver a intentar rehacer países en los límites lejanos de su imperio, aunque acaso lo intente si se trata de países en su frontera cercana. Como sea, para Douthat la historia muestra que generalmente una sociedad no opta por dejar su condición imperial sino que la pierde como resultado de una crisis mayúscula. Estados Unidos aún no ha llegado a esa encrucijada pero el que se la imagine ya dice mucho.