EL-SUR

Lunes 11 de Diciembre de 2023

Guerrero, México

Opinión

La fábula liberal de Silva-Herzog Márquez

Gibrán Ramírez Reyes

Octubre 18, 2017

Los miembros de la intelectualidad dominante rechazan que unas opciones se hagan pasar por buenas y otras por malas, así, sin matices. Lo descalifican como invento de la historia oficial o bien, como cuento populista.
Eso hacen hasta que sus convicciones entran en juego, de manera que, sin decirlo, afirman que más que buenas, hay posturas incuestionables. Por ejemplo, ser liberal e institucional. Aunque nadie sabe muy bien en qué consiste eso en el presente, no es algo que pueda reclamarse. Después de todo, nuestros grandes personajes eran liberales. Miguel Hidalgo, Benito Juárez, algunos de los mejores funcionarios de tiempos del PRI: Jaime Torres Bodet, Jesús Reyes Heroles, Jesús Silva Herzog, por ejemplo; todos fueron liberales, es decir, fueron buenos. Es paradójico, pero su grandeza personal se acota siempre diciendo que no fueron hombres providenciales, sino de instituciones: hábitos, reglas, sistemas. Quién sabe cuáles sean, cómo funcionen, pero las instituciones son otra cosa buena, en general, y ay de quien las mande al diablo.
Así hace, por ejemplo, Jesús Silva-Herzog Márquez, en su artículo más reciente en Reforma (“Rebaños de ocasión”, del pasado lunes) donde, para discutir una presunta disyuntiva para la transformación, recuerda una polémica entre Manuel Gómez Morín y José Vasconcelos: “Por un lado, se abren alternativas políticas fincadas en órganos perdurables y coherentes; por la otra (sic), se prenden entusiasmos que apuestan al personaje redentor”. No es difícil adivinar el argumento: “El impulso caudillista conduce tarde o temprano a la inmolación”, “sólo con instituciones puede transformarse un régimen político”. Son mejores las ideas, reglas y hábitos que las catapultas. ¿Silva-Herzog quiere dotar de consistencia teórica al Frente PAN-PRD-MC, que apuesta por la institucionalidad parlamentaria, frente a la propuesta de Morena de regeneración moral? Si sí, no lo logra.
En el texto hay trampas. Por ejemplo, hacer decir a Gómez Morín que el sacrificio por una idea implica el sacrificio de la idea –así, en abstracto–, aun cuando éste lo dijo porque a su juicio los vasconcelistas se habían metido precipitadamente, sin organizarse mucho, a la política electoral, lo que acabaría con ellos –como sucedió–, y no porque fueran caudillistas o idealistas. Lo que Silva-Herzog Márquez quiere hacer pasar como denuncia de un idealismo tóxico es más bien un reclamo a la impericia política, un llamado sensato a construir organización y ampliar el horizonte, de manera que pueda darse continuidad al legado de Vasconcelos o quien sea. No hay alegato anti caudillista o anti idealista, contra quienes no tienen “más horizonte que la victoria total”. Muy al contrario, Gómez Morín habla de los medios para lograr dicha victoria, pues temía que, sobre bases débiles, “la fuerza adquirida se desmorona y se convierte exclusivamente en prestigio”. No es la potencia del personaje lo que iría contra la “causa democrática”, sino su impotencia organizativa.
La lectura de Silva-Herzog Márquez es sobre todo anacrónica. Quiere encontrar un Gómez Morín anticaudillista imposible, situándose fuera de su tiempo; quizá hay que recordárselo, pero por esos años el fundador del PAN era un entusiasta de Miguel Primo de Rivera, el caudillo militar español –un dictador– a quien, como documentó Soledad Loaeza, Gómez Morín profesaba una sincera admiración. Justamente en el año de la carta que cita Silva-Herzog Márquez, Gómez Morín elogiaba al caudillo español y la forma en que su proyecto daba lugar a “una vida nueva”. A Vasconcelos le faltaba su Unión Patriótica –el partido de Primo de Rivera, con un discurso muy similar al que Gómez Morín profesaba–, pero en ello el liberal contemporáneo quiere encontrar un desapasionado alegato por la racionalidad.
Es cierto, como dice el articulista de Reforma, que la historia la escriben los que saben escribir. Y, como exhibe de Vasconcelos, él también la escribe según le conviene, inventando un poquito.
Por otro lado, el argumento de Silva-Herzog Márquez es inexacto. No hay nada que mueva a pensar que hay una oposición entre lo que él llama “caudillismo democratizador” y la “institucionalización democrática”, entre “órganos perdurables y coherentes” y “entusiasmos que apuestan al personaje redentor”. Lázaro Cárdenas, nuestro populista local, movilizó expectativas de redención –o sea de remedio y liberación política– de una gran masa de excluidos que inauguraban una nueva sociedad mexicana. Y sin esa base social y el conjunto de mediaciones surgidas a partir del cardenismo y su movilización frenética, a la que acusaban de querer resolver todo en un proceso de gobierno, no puede explicarse en modo alguno la estabilidad institucional que seguiría después. Las salidas populistas y los caudillismos democratizadores, si son exitosos, derivan en momentos instituyentes que pueden crear salud republicana –son catapultas e institucionales. La presunta advertencia actualizada de Gómez Morín es más bien una fábula maniqueísta, que no quiere hablar de historia sino construir moralejas.