Federico Vite
Marzo 08, 2016
El 26 de junio de 1948, The New Yorker publicó el cuento The lottery, de Shirley Jackson. En menos de una semana comenzó el arribo de las protestas, vía correo postal, a la redacción de la revista. Algunos suscriptores manifestaban fervientemente su indignación; otros lectores pedían mayores detalles sobre lo que habían descubierto en el texto de la señorita Jackson, necesitaban información sobre los hechos de un relato que, al igual que la adaptación cinematográfica de La guerra de los mundos, parecía una crónica periodística. Algunas ciudadanos ofendidos cancelaron sus suscripciones. Señalaron con su dedo flamígero la atrocidad de publicar una historia en la que se daba cuenta de un ritual denominado la lotería. Todo ocurre en una pequeña ciudad de Estados Unidos (de aproximadamente 300 habitantes) en la que los moradores poseen un humor sombrío; los niños recogen piedras para el evento del 26 de junio. El sorteo se realiza entre los padres de familia. El azar escoge a los Hutchinson; posteriormente la familia hace un sorteo interno en el que Tessie Hutchinson (la madre) es elegida. La mujer será lapidada por todos los pobladores; parte del ritual de la buena cosecha implica que la familia ganadora de la lotería sea la primera en atacar. Meses después, la Unión Sudafricana prohibió ese cuento.
En la década de los años 50, la señorita Jackson ya era toda una celebridad. Había publicado su primera novela The road through the wall (1948) y un texto suyo había sacudido la conciencia de los estadunidenses. Posterior a ese libro, apareció Hangsaman (1951), The bird’s nest (1954), The Sundial(1958) y We have always lived in the castle, en 1962, documento que obtuvo una valiosa publicidad extraliteraria.
El marido de Shirley comentó a un reportero que la escritora gótica norteamericana había practicado la brujería. Jackson negó de inmediato la aseveración, pero los rumores sobre el ejercicio de las artes oscuras crecieron. Se supo, gracias a las inmensas tonterías publicadas por su hijo Laurence Hyman, que Jackson poseía tablas Ouija, tarots de diversos tamaños y nacionalidades, esculturas asombrosamente demoniacas. También refirió algunos de los 500 volúmenes sobre ocultismo que atesoraba la autora y poseía. Hyman sugirió que Jackson había practicado algunos de los rituales de esos libros para encumbrar su trayectoria literaria.
Pero era 1959 cuando aparece en la industria editorial estadunidense La maldición de Hill House (Traducción de Paulino Serrano Valero. Penguin Random House. México, 2015. 226 páginas), de Shirley Jackson, un libro gótico que aborda las peripecias de un grupo de personas que intenta dilucidar qué ocurre en una casa embrujada. El doctor Montague, un científico que investiga toda clase de manifestaciones sobrenaturales, alquila una lúgubre mansión encantada y recluta a varios personajes para que le ayuden a explorar ciertas nociones de un mundo oscuro, alimentado por el miedo.
El equipo de Montague, aparte de su esposa y un chofer, reúne a una soltera tímida y nerviosa con una mujer cruel, egoísta; ambas comparten la masculina presencia de un caballero escéptico, circunspecto y aficionado al brandy. Cada uno de esos personajes vive una gran experiencia en Hill House, pues proyectan sobre las estancias de la casa varios de los miedos que no han logrado superar.
Hill House, el personaje memorable de la novela, es una mansión caprichosa, cambia su diseño, no está edificada con ángulos rectos, es una estructura cerrada en la que las escaleras pueden fácilmente cambiar de sitio, así como las recámaras, porque la mansión tiene un humor específico, frágil y perverso. Esa mansión rechaza la luz, permanece la mayor parte del día a oscuras, genera ruidos que destrozan la paciencia de los habitantes, pero lo interesante es que no todos los personajes oyen lo mismo. Lo espectral del audio, y de las apariciones, siempre está matizado por la neurosis de quien escucha, por la historia de quien recibe esa señal de lo oscuro. No hay tremendismo ni engolosinamiento para elaborar el terror, porque finalmente se trata sólo de eso, de elaborar el terror en una casa dispuesta para el drama y el desencanto, una casa que funge como la piedra angular de otros textos de Stephen King, The shining, Eso, Los niños del maíz y Carrie.
Jackson bien podría ser considerada la hermana menor de la gran Flannery O’Connor, una escritora que indaga las pulsiones humanas del mal, lo triste y sus cauces violentos.
La manera en la que Jackson construye el temor es mediante la aparición de un elemento que rompe el equilibrio del contexto, un sonido, un recuerdo, un distractor que permite generar cambios de enfoque en la novela con un sólo objetivo: extender la incertidumbre de los personajes en el relato para dotar de una certeza al lector, cada paso en Hill House es una estancia en lo extraño.
En 1884, la viuda Sarah, tras el fallecimiento de W. W. Winchester (fabricante de los rifles de repetición que causaron miles de muertes y consumaron la Conquista del Oeste), construyó una mansión en la que pudieran refugiarse los espíritus de las personas que fueron asesinadas por la creación de su esposo. Escogió un terreno en San José, cerca de San Francisco. Debido al acelerado ritmo de la construcción, la casa posee un estilo arquitectónico mixto, está llena de elementos curiosos; por ejemplo, escaleras que llevan a ninguna parte, ventanas con vista a la pared contigua, pasadizos secretos que conectan con habitaciones oscuras, llenas de espejos. Jackson toma como eje de su libro la historia de esa casa escalofriante, un monumento a los fantasmas. Visita de vez en vez, antes de publicar la novela, la mansión Winchester: el modelo de Hill House.
Lejos de apantallar al lector con una lenguaje rebuscado y una sintaxis extravagante, Jackson modera su prosa, la domestica para dotar de asombro y terror la mirada de los personajes, los que habitan esa casa de humores diversos, los que dan la referencia a lo otro, lo sombrío, en este libro de culto. Que tengan buen martes.