Lorenzo Meyer
Febrero 28, 2022
La política del poder mantiene plena vigencia. Hace tres lustros el presidente de la Federación Rusa cuestionó la razón de ser de la OTAN puesto que ya no existían los supuestos motivos de su creación: la URSS, el Pacto de Varsovia y el comunismo. Putin concluyó que el objetivo real de esa alianza militar trasatlántica –que en la época postsoviética se había expandido a diez países del desaparecido bloque socialista más cuatro de la antigua Yugoslavia– era cercar a Rusia. Es de suponerse que en función de la seguridad nacional rusa Putin decidió actuar antes de que la OTAN terminara por absorber también a la vecina Ucrania.
El choque actual de la OTAN –una creación norteamericana de 1949– con Rusia en torno a Ucrania puede interpretarse como la persistencia de la Guerra Fría que se inició entre las dos potencias que en 1945 derrotaron al Eje. La caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS en 1991 supuso el fin de esa guerra, pero es claro que no fue así. En realidad, la Guerra Fría puede verse como una etapa más de la Segunda Guerra Mundial y esta, a su vez, explicarse como continuación del conflicto anterior: “la guerra para acabar con todas las guerras” (Woodrow Wilson dixit), la de 1914-1918. Y es que la Paz de Versalles que en 1919 impuso a Alemania los términos de su rendición supuso que la potencia vencida era responsable de ese conflicto cuando la causa fue del sistema de alianzas del conjunto de las potencias involucradas. Lo firmado en Versalles generó el sentimiento revanchista alemán que aupó a Hitler al poder y a la reanudación de la disputa.
La Segunda Guerra Mundial terminó con la derrota de Alemania y Japón, pero no trajo la paz y simplemente evolucionó en una Guerra Fría entre los vencedores (fría en su centro, pero caliente en zonas periféricas como Corea, Vietnam, etc.). Sólo la existencia de las armas atómicas determinó que esa continuación de la gran guerra no llevara al choque frontal Moscú-Washington. Por un tiempo el conflicto entre un Este socialista y un Oeste capitalista se justificó en términos ideológicos, pero como el enfrentamiento sobrevivió a la conversión de Rusia al capitalismo hay que buscar la razón de la crisis actual en otro lado.
El reordenamiento del tablero internacional que siguió a la victoria sobre la Alemania nazi puede explicarse no como un esfuerzo por propagar o detener el socialismo sino por entorpecer el empeño soviético por convertir a la Europa del Este es un cinturón de seguridad contra invasiones como la napoleónica o la hitleriana que penetraron en territorio ruso con sorprendente facilidad y sólo fueron derrotadas a un costo enorme: 26 millones de muertes soviéticas entre 1941 y 1945.
Y es justo en esta Rusia que se considera cercada por enemigos donde emerge con toda su fuerza la política del poder y donde la igualdad jurídica de las naciones pasa a ser ficción. México, como país que tiene que convivir con una gran potencia, tiene que estar formalmente del lado de una política de principios, es decir, de una Ucrania que se define como soberana e independiente y no de una Rusia que la ve como la siguiente pieza en el cerco de la OTAN. Sin embargo, el realismo nos dice que hasta ahora ninguna gran potencia ha subordinado su concepto de seguridad nacional al principio de respeto a la soberanía de potenciales enemigos.
Una lección obvia pero central de la Gran Guerra que sigue vigente es que entre potencias atómicas no es lógico llegar al choque directo, como quedó claro durante la crisis de los misiles en Cuba en 1962. Lo racional en coyunturas como la actual es lograr pronto un compromiso entre el concepto de seguridad ruso y los intereses de Ucrania y de la OTAN (EU) así como entre la política del poder y la política de principios.