Lorenzo Meyer
Julio 19, 2021
AGENDA CIUDADANA
Estados Unidos pareciera estar madurando pues ya acepta que sus guerras pueden perderse: Vietnam, Afganistán y quizá la “guerra contra las drogas”.
En el siglo XIX los norteamericanos participaron en el comercio del opio que tanto daño hizo a China, pero en 1909 Washington fue el convocante de la Convención de Shanghai, primer paso para criminalizar el comercio y consumo de esa droga. Hoy, 112 años más tarde, el líder de la bancada del Partido Demócrata en el Senado de Washington, Chuck Schumer, ha redactado una iniciativa que elimina el carácter de crimen federal a la posesión y consumo de mariguana y borra ese dato de los documentos legales de personas acusadas por ello. Probablemente la iniciativa no sea aprobada ahora, pero que el legislador norteamericano más importante la haya formulado avala la tesis desarrollada por Michael Pollan en una columna del New York Times (09/07/21) que sostiene que, “tras medio siglo de librar una guerra contra las drogas, los norteamericanos parecen dispuestos a negociar la paz.” Para el autor, las consultas a electores y la legislación aprobada en varios estados muestran que el público de la gran potencia empieza a asimilar el fracaso de una larga guerra contra el consumo de sustancias prohibidas que ha ocasionado miles de bajas –sólo en 2020 la cifra de muertes en Estados Unidos por sobredosis de droga fue de 93 mil 331– y que descriminalizar su consumo es un mal menor comparado con el daño que seguirá causando la política actual.
Claro que dar por concluida la guerra contra las drogas implica enfrentar un nuevo reto, aunque de solución menos problemática: construir un marco legal que regule la producción, comercio y consumo de lo que son sustancias muy potentes y dañinas.
Para México el posible fin de una guerra perdida contra las drogas y perdida desde hace mucho, permitirá retomar la esencia de esa propuesta del presidente Cárdenas de 1940 pero que la presión de Estados Unidos mató al nacer: considerar a los adictos como pacientes, registrarlos, facilitarles la adquisición legal de la droga e implementar programas de rehabilitación, aceptando que algunos mantuvieran su adicción de por vida. Washington amenazó entonces con negar a México medicamentos si persistía en seguir camino tan novedoso. Hoy, después de sesenta años, al norte del Bravo hay una corriente de opinión que, en lo fundamental, retoma la idea del médico mexicano Leopoldo Salazar Viniegra que al final del gobierno cardenista se propuso no hacer la guerra a las drogas sino administrarlas.
Para México, aunque tarde, el cambio que se perfila en Estados Unidos –dejar de criminalizar al mundo de las drogas– será positivo, pero revertir el enorme daño que ya ha causado esa política será difícil. El crimen organizado mexicano puede reencauzar su fuerza, estructura y experiencia hacia campos como la trata de personas, el secuestro, el huachicol, la venta de protección, el crimen cibernético y muchas otras actividades.
Los efectos de un siglo de política prohibicionista norteamericana y de demanda sostenida de drogas de su sociedad, combinadas con la corrupción institucional y la falta de oportunidades de las clases mayoritarias en México, han tenido un efecto terrible y creciente en nuestro país.
Hoy, el gobierno mexicano pareciera no estar esperando a que Washington se decida a aceptar formalmente que, en relación a las drogas hoy prohibidas, la guerre est finie. Sin embargo, nuestro país ya ha sido dañado profundamente y tomará mucho esfuerzo y tiempo reparar lo que pudo haberse evitado si Estados Unidos no hubiera declarado la guerra al proyecto del doctor Salazar Viniegra.