Gaspard Estrada
Septiembre 29, 2021
La semana pasada Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, dio una entrevista a la revista de información política de mayor circulación en el país, Veja. En ella, el ex capitán del ejército afirmó que el riesgo de golpe de Estado en su país es “cero”. Pocos días después, el jefe del ejecutivo brasileño volvió a insistir en este tema, afirmando durante un acto público para celebrar los mil días de gobierno, que las fuerzas armadas no cumplirían una “orden absurda”. Tras intentar “salir de las cuatro líneas de la Constitución” el pasado siete de septiembre, día de la independencia nacional, tuvo que cambiar de postura a raíz del fracaso estratégico de sus movilizaciones en el país. Sin embargo, sería muy ingenuo imaginar que Bolsonaro cambió de parecer al respecto de sus ideas golpistas y de sus acciones para socavar a la democracia brasileña.
Por el contrario, se trata de un repliegue táctico. Desde el inicio de su carrera política, a finales de los años 1980, Jair Bolsonaro siempre se ha distinguido por externar posiciones golpistas, inclusive afirmando que sería necesario “matar a treinta mil personas” para que Brasil funcione, incluyendo al presidente Fernando Henrique Cardoso, que gobernaba en ese entonces (1999).
Durante su paso por el congreso, Bolsonaro casi nunca estuvo presente en el salón de debates y no hizo propuestas sustantivas en las comisiones en las cuales estaba adscrito. Sin embargo, gracias a sus desplantes retóricos, y a su voluntad de dar voz a los sectores más retrógradas del ejército y de las fuerzas de seguridad estatales, su popularidad fue creciendo.
La operación Lava Jato, que tuvo como objetivo principal demonizar a la política –e incidentemente, criminalizar al Partido de los Trabajadores (PT) y en particular a su líder y fundador, el ex presidente Lula–, también contribuyó de manera significativa a la campaña presidencial de Bolsonaro. Paradójicamente, la operación que tenía como “misión” “purificar a Brasil” y “limpiar a su clase política”, contribuyó a instalar en el poder al político más retrógrada que haya producido la nueva República, instaurada en 1988.
Y es así como desde su toma de posesión como presidente de Brasil, en enero de 2019, Bolsonaro ha ido destruyendo la mayoría de los organismos de fiscalización y control de la acción pública, que habían sido instaurados durante los gobiernos del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) de Fernando Henrique Cardoso, así como del PT bajo Lula y Dilma Rousseff y se habían convertido, en algunos casos, en modelos de gestión pública.
Por el contrario, el gobierno del ex capitán del ejército ha usado todos los subterfugios posibles para evitar rendir cuentas a la ciudadanía, al tiempo que ha cooptado a parte de las fuerzas policíacas y de procuración de justicia para su propio provecho.
En este sentido, su “reconversión democrática” es una mera ilusión, un barniz que Bolsonaro se resignó a adoptar tras sentirse más aislado políticamente y frente a una opinión pública cada vez más reacia hacia él. Por primera vez desde que es el inquilino del Palacio del Planalto (sede del poder ejecutivo), Bolsonaro es rechazado por la mayoría de los brasileños. De igual manera, la imagen pública del ejército, que se transformó en uno de los principales fiadores del gobierno de extrema derecha, se ha degradado en la opinión pública. Pero el problema es que Bolsonaro mantiene una base de apoyo de entre 20 y 25 por ciento del electorado, lo que hace inviable la apertura de un proceso de destitución en su contra. Además de ello, los acuerdos espurios llevados a cabo por Bolsonaro con los líderes de la Cámara de Diputados, Arthur Lira, y del Senado, Rodrigo Pacheco, hacen muy poco probable que el presidente de extrema derecha sea destituido en el corto plazo.
En resumen, lo que está haciendo Bolsonaro al enarbolar la “bandera de la paz y de la moderación” ante la opinión pública brasileña es ganar tiempo. Pero no se trata de un cambio de comportamiento. La pregunta que nos podemos hacer ahora es saber cuánto tiempo durará esta puesta en escena.
* Director Ejecutivo del Observatorio Político de América Latina y el Caribe (OPALC), con sede en París
Twitter: @Gaspard_Estrada