EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

La intimidad laboral de un ogro

Federico Vite

Abril 30, 2019

 

(Segunda parte y última)

Gracias Blake Bailey (Cheever: una vida. Alfred A. Knopf, USA, 2009, 770 páginas.) comprendemos por qué Crónica de los Wapshot o Falconer son libros irrepetibles en el mercado editorial de Estados Unidos de Norteamérica, justamente porque nacen, como todo lo irrepetible, de una preocupación real sobre las relaciones de humanas.
John Cheever se observó sin piedad y se dio cuenta que Crónica de los Wapshot era un exorcismo, no otra cosa. Visitó los demonios familiares y encontró así la fuerza para forjar un estilo y un mundo personal. A menudo me preguntaba, señaló en su diario, ¿cómo logré sacar todo esto? No lo sé, pero pienso en mi familia y todo se clarifica.
Básicamente desmontó la narrativa norteamericana del naturalismo y abrió algunas rutas para la experimentación. Trabajó de manera improvisada. Es decir: escribía escenas fuera de orden, en momentos de inspiración, y cuando no sabía qué hacer con ciertos personajes o con ciertos temas tangenciales, los abandonaba y pasaba a otro asunto. Evidentemente, anotó en su diario, uno nunca se pregunta si lo que lee es una novela. Lo que uno se pregunta de verdad es si resulta interesante y si ese interés implica suspense, compromiso social y (probablemente lo más difícil de lograr) una atención sostenida del lector.
El éxito de su novela tardó en llegar, pero fue indiscutible. No era normal que un cuentista nato brincara a la novela con tanta fortuna. Sobre todo, no era normal en Estados Unidos que un tipo tan mal portado (borracho y sarcástico) lograra tener buenas ventas y buena recepción de la crítica literaria con una novela que santifica el placer y el vicio, es un libro hedonista e histérico. Estas son las líneas finales de esa novela: “El miedo sabe como un cuchillo oxidado que no hay que tener en casa. El valor sabe a sangre. Manténganse firmes. Admiren el mundo. Disfruten el amor de una buena mujer. Confíen en el Señor”. Más que un cierre optimista, Cheever sólo baila flamenco sobre la seria comprensión del mundo que poseen los recatados.
A la par del creciente éxito, comercial y literario (aún algo difícil de hacer), Cheever seguía teniendo una repugnancia superlativa por sí mismo. Su vida era una incontrolable fuente de sarcasmo. Anotó en su diario un autorretrato magnífico: “Soy un patán gordo que disfruta de una extraordinaria racha de buena suerte […] Tengo una temperamento de víbora.”. Esa víbora cayó en el foso de las adicciones y agrandó sus contrariedades a tal punto que se quedó solo, incluso su familia se alejó de él. Bebía con indigentes. Tuvo serios problemas con el dinero (a pesar de que ganó mucho) y gravísimos conflictos maritales. Su salud era una bomba de tiempo. Todo ello se confabuló para que esa idea de un patán gordo con suerte fuera creciendo.
En su diario narra que había comprado Herzog, de Saul Bellow. Fue reconfortante, relató, leer esa novela para comprobar que no estaba del todo lograda. “El miedo de que no hubiera punto de comparación, de que yo siempre estaría dos o tres puestos por detrás de él, parece haberse desvanecido”, confesó. Después, fue a comer con Bellow. Disfrutó la charla de su colega, un erudito, belicoso y ágil narrador. No se sintió inferior. Empezó a ganar aplomo hasta convertirse en un alcohólico insoportable, hablaba de actrices europeas, de directores de cine y de amigos poderosos. Cheever empezó a pagar la cuota de la fama. Incluso sorprendía a los famosos hablando de otros famosos. Entrevistó a Sophia Loren en Italia y creía que estaba muy cerca de conquistarla. A ella le hablaba de Saul Bellow, de cine, de los actores gringos (Burt Lancaster, por ejemplo) que protagonizarían las películas basadas en sus libros.
Aunque detestaba, como lo signó en su diario, debía pasar por ese suplicio de la fama. Se aburría repitiendo los nombres de la gente cool que conocía; se aburría de contar historias de ellos y de los escritores que lo odiaban o de los narradores que tenían más fama y dinero que él. “Es un aburrimiento mortal tener que leer las infames novelas de mis compañeros de copas”, escribió. Pero fue peor cuando se enteró que a pesar de haber elogiado la novela de Antonio Barolini, ese libro sólo vendió 400 ejemplares. Por primera vez pensó que perdía poder. Era un gordo con suerte. Se sumió en el alcohol y en el ejercicio culposo de la bisexualidad. Sentía que su trabajo no llegaba adonde debía llegar, faltaba, por ejemplo, el reconocimiento unánime de los críticos literarios. Su vida iba mal. Se hundió hasta llegar al cáncer y cuando se alejó del alcohol, como por arte de magia, todo recobró la armonía.
Este hombre entendió que su primera novela (no sus alabados y reconocidos cuentos) le dio sentido a su existencia y eso era justamente lo importante: existir en la escritura y para la escritura. Ya en la cama, enfermo, sintió cierto alivió al comprender que su obra no era monumental sino sincera y que todo ese chismorreo sobre la muerte de la novela se trataba de un asunto que deberíamos dejar a los pesados y a los críticos molestos. No creo que la novela haya sido superada por las complejidades de la vida moderna, dijo, sino que la novela es la única forma artística que controla esa tormenta (las complejidades de la vida contemporánea). Deseó haber escrito más novelas. Dio a luz Crónica de los Wapshot, El escándalo de los Wapshot, Bullet Park, Falconer y ¡Oh, esto parece el paraíso! Pero los cuentos, aparte del dinero, le otorgaron ánimo y felicidad a su turbulenta existencia. Que tengan un buen martes.