Federico Vite
Abril 23, 2019
(Primera de dos partes)
Gracias a la profunda investigación de Blake Bailey conocemos en Cheever: una vida (Alfred A. Knopf, USA, 2009, 770 páginas) aspectos reales que detonan la creación de cuentos impresionantes, como El nadador; obviamente, también comprendemos por qué Crónica de los Wapshot o Falconer son libros irrepetibles en el mercado editorial de Estados Unidos de Norteamérica.
Siguiendo las pistas de ese hombre y su obra, me topo con las confesiones de un monstruo y después de leerlas termino encontrando similitudes entre el buen Truman Capote y el genial John Cheever, aparte, claro está, de la ingesta monumental de alcohol, ambos sentían una atracción por la soledad; no podían estar rodeados de gente cuando estaban sobrios, su vida social era únicamente con alcohol en la mano. Estos dos autores fueron chicos precoces y dieron muestras de sus grandes habilidades narrativas antes de cumplir 20 años. Cheever sabía exactamente lo que debía escribir, pero se negaba a hacerlo. Truman quería sondear el mal y lo hizo con A sangre fría. Ambos bebieron hasta la ignominia, pero Cheever logró salir de esa barranca gracias a su trabajo; Truman, no quiso. Quizá porque ya había escrito todo lo que le correspondía.
Cheever nunca terminó el colegio. Fue expulsado cuando lo sorprendieron fumando. Del incidente escribió un cuento (Expelled) que vendió al periódico New Republic. Sirvan estas líneas para señalar que un escritor genial encuentra en todo hecho, por insignificante que parezca, materia de asombro. Ese chico se ganaba la vida escribiendo; le bastaba con salir a recorrer los barrios para capturar los encantos y las desilusiones de la clase media estadunidense. Luego de escribir, con grandes dosis de humor negro, enviaba sus relatos a publicaciones como Atlantic y The New Yorker. Gracias a ese trabajo sus colegas le apodaron Chéjov de los suburbios. Y ese hombre, el que se burlaba de sus vecinos, está bien fotografiado en el libro de Blake. El biógrafo logró entrar a la intimidad sagrada del monstruo. He aquí una muestra de esa amargura que implica no estar a la altura de uno mismo: “A medida que me acerco a los cuarenta sin haber conseguido ninguno de los objetivos que me había propuesto, sin haber alcanzado la profunda creatividad —por la que me he esforzado durante años—, siento que adopto una posición menor, oscura, mediocre, que no es mi destino pero sí culpa mía, como si en algún momento me hubiera faltado el ingenio y el valor para ajustarme de modo competente a las formas que tenía a mano”. Esto lo anotó Cheever en sus diarios para dejar constancia de su creciente angustia y se enfrascó en escribir con más ahínco aún; a la par, bebía como un cosaco.
Bailey se convierte en un verdadero detective y desmenuza el proceso creativo de uno de los escritores más interesantes del siglo XX. Entendemos con este libro que el oficio de Cheever se acendró a base de un montón de trabajo (y de rencor), siempre daba el plus cuando la vida se encargaba de arrinconarlo.
Durante 1963 empezó a escribir algunas líneas sueltas que terminaron convirtiéndose en un cuento entrañable: El nadador. Garrapateó en una hoja algunos párrafos mientras contemplaba una piscina. A él le gustaba ir de una alberca otra, topándose así con elementos (no recuerdos ni personas, se trataba de elementos) de su pasado. No tardó mucho en intuir que justo entre alberca y alberca tenía una novela estupenda. “Estaba llegando el invierno. Escribir esa historia fue una experiencia terrible. Yo era muy desdichado. No sólo el yo narrador estaba destrozado, sino también el yo Cheever”. Mientras John iba llenando páginas se dio cuenta que no lograría salir avante de una empresa tan exigente, porque tenía un desafío técnico irresoluble, ¿cómo se sostiene una novela en la que el protagonista, Neddy Merrill, va de una alberca a otra sólo para evadirse? No resultaba creíble que Neddy pudiera ocultar la verdad del relato durante 200 páginas. Así que buscó la forma de consumar la gran elipsis de ese cuento (la magia de asistir al cambio de las estaciones). Necesitaba un artefacto que le sirviera de puente entre fiestas, albercas y la casa de los Merrill. Con unas pocas y eficaces pinceladas logró el sfumato deseado, así obtuvo la viva imagen de “un hombre mayor que se acerca al final de su recorrido”. Llegó a estas líneas, con las que inicia El nadador: “Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: Anoche bebí demasiado”.
El protagonista está cocteleando en casa de unos conocidos cuando le asalta la idea, tan original como deliciosa, de volver a su hogar de alberca en alberca. El regreso a casa obviamente no sólo habla de un pensamiento de Neddy sino de la fuente primigenia de esas ideas, porque el mal que posee un narrador es el mismo que deposita, ilusoriamente para sanar, en los textos, es el mismo mal que usa para erguir la trama de sus cuentos. Cheever pensaba en sí mismo como un problema, pero de eso hablamos la semana entrante.