Silvestre Pacheco León
Septiembre 11, 2016
-III-
El grito
No sé cómo nos sobrepusimos en ánimo para que entre tanta calamidad que trajeron los huracanes Ingrid y Manuel, en Quechulteango decidiéramos festejar el Grito.
Claro, todo lo hicimos de acuerdo a las circunstancias y los medios disponibles porque el refugio al que recurrimos es una casa de familia pequeña en la que tuvimos que acomodarnos, además de sus dueños y de nosotros nueve, mi sobrino Joel, su esposa y sus dos hijos, 16 en total.
Al principio éramos trece personas reunidas por el mal tiempo que comenzó el viernes trece del año 2013, (aunque no soy supersticiosa esas coincidencias no se la conté a nadie pero por mi cuenta seguí buscándolas), pero a medida que el mal tiempo transcurría y la lluvia arreciaba, el temor de la creciente empezó a juntar a los vecinos.
Nosotros que vivimos al otro lado del río, en la colonia Españita, fuimos los primeros en quedarnos sin luz eléctrica. Por eso el viernes nos perdimos la pelea del Canelo que todos querían ver.
Todo lo necesario para la cena en la noche del Grito lo habíamos llevado de Chilpancingo y, esa noche, alumbrándonos con la luz de las velas y en la apretura de tantos refugiados por la inundación, acompañados de los vecinos, cenamos muy al estilo mexicano, y hasta brindamos y gritamos ¡Viva México! bromeando con las anécdotas que se cuentan en estas fechas sobre nuestros presidente municipales que a la hora de dar el grito, algo hacían que provocaba risa.
Nos reímos con lo que se cuenta de don Zeferino Gervasio quien en la ceremonia del Grito leyó mal la indicación de su secretario quien le había escrito en una tarjeta que debería decir tres veces Viva México y él que no pudo controlar los nervios, gritó: ¡Vivan los tres héroes de la independencia, Miguel, Hidalgo y Costilla!
Y también nos acordamos de don David Mendoza cuando rompió el protocolo del grito tratando de apagar con el asta de la bandera el cohete buscapiés que cayó junto a él precisamente en el momento en que iba a gritar.
Mientras cenábamos, y sin importarme mucho echarles a perder la fiesta, les dije a todos los presentes que teníamos que pensar en racionar la comida porque los daños a la carretera y la caída de los puentes me hacía pensar que tendríamos problemas de escasez.
-Tenemos que racionar el agua de beber y juntar la de lluvia para preparar los alimentos, para lavar los trastes y para el uso del baño, porque ya dejó de haber agua en las llaves, les expliqué.
A más de uno le agradó la idea de no bañarse para ahorrar agua, pero todos pusieron de su parte.
Durante todos los días que fuimos damnificados, porque dejamos nuestra casa, nadie de la familia sufrió hambre, y todos vivimos la solidaridad de los vecinos de la colonia Insurgentes del Sur quienes, no sé si por el parentesco o la amistad que muchos tienen con mi madre, se preocupaban de que no nos faltara comida.
Claro, también nos sirvió nuestra previsión de acopiar los alimentos que encontramos en la tienda de abarrotes que tiene ahí la familia que nos dio alojo, porque de ella nos abastecimos comprando desde que llegamos garrafones de agua, azúcar, café, pan, leche y latas de atún.
La primera noche que pasamos en la casa de mi sobrino fue de terror para mí, porque mientras arreglábamos el lugar para dormir, (todos en el piso) encontramos dos alacranes.
-Cada noche matamos una o dos, tía, me dijo mi sobrino para que me resignara, y mirara como natural la presencia de esos bichos, yo que tanto miedo les tengo, y más estando lejos de un doctor y sin suero anti alacrán.
El de los alacranes con sus piquetes fue otro de los miedos que me acompañó todos esos días de lluvia y de noches oscuras, sin luz eléctrica ni señal de celular ni de radio, y de crecientes e inundaciones.
La muerte de mi primo Lencho Juárez
Ya estábamos refugiados en la colonia Insurgentes cuando nos avisaron de la muerte de mi primo Lencho Juárez quien, como nosotros, también vivía cerca del río, casi en frente de donde se junta el Huacapa con el río Limpio, a la orilla del pueblo.
A mi primo le dio un paro cardiaco del susto que le provocó mirar que el río crecido se llevaba el puente, el más largo de los tres que había en el pueblo.
Nadie de su familia supo qué hacer cuando comenzó a quejarse del dolor en el corazón, y ni cómo llevarlo al hospital sin el puente.
Mi primo Lencho era muy conocido en el pueblo porque fue el primero que se ideó usar el aparato de sonido con el que daba sus funciones de cine, como altoparlante para dar los recados y anunciar las noticias.
Puso su bocina junto al tanque de agua, en lo más alto de la loma, y desde ahí anunciaba lo que la gente le pedía, como avisos para las juntas y anuncios de comida, y también de sucesos como era la muerte de algún vecino.
Por mi primo se sabía si doña Mary había hecho mole de guajolote, o si ése día la Güera había hecho pozole de camagua, o sí había llegado el pescado fresco.
Todos sentimos la muerte de mi primo, al que no pudieron enterrar en el Campo Santo porque no había puente por dónde pasarlo.
Pero eso sí, le consiguieron su caja de muerto que pasaron sobre el río crecido colgando de una cuerda que con la ayuda de los vecinos, de uno y otro lado, tendieron de orilla a orilla.
La muerte de Lencho Juárez dejó ver el ingenio de mis paisanos, no sólo para pasar la caja para enterrarlo, sino para comunicarse lo que había sucedido, utilizando una resortera.
La hoja escrita con el recado la envolvían en una piedra que luego disparaban con la resortera en dirección donde había un grupo de gente mirando la creciente del río.
Así se sustituía la falta de señal para enviar los mensajes de teléfono celular acudiendo a los viejos y ancestrales medios de comunicación.