Silvestre Pacheco León
Septiembre 18, 2016
-IV-
Los milagros
Mientras el grupo de mujeres damnificadas con las que compartíamos refugio incursionaban para ver el estado de cosas que el río crecido había dejado en nuestra casa, yo al lado de mi madre me quedé escuchando las historias de ciclones, (tlapayauclis, como les llamamos en el pueblo), crecientes e inundaciones que ella había vivido en la casa de Los mangos, como se le conocía al lugar de mis abuelos.
Me volvió a recordar lo que mi abuela paterna le platicaba de aquella creciente del Huacapa que en octubre de 1912 se metió hasta su casa después de inundar al pueblo.
Mis abuelos tenían una guajolota criando, la metían a la casa en las noches para que la zorra no fuera a quitarle sus polluelos. Recordaban la fecha porque habían cosechado el frijol “mongo” que se utiliza para hacer tamales mezclado con la masa de maíz.
El “mongo” es un frijol menudo, café claro que crece en vainas más largas que las comunes, casi blancas y muy derechitas. Para guardarlas hacían grandes ruedas que colgaban en los techos de las casas.
Por cierto que ése frijol aún se cultiva en mi pueblo y en el tianguis dominical todavía se encuentran los tamales de “mongo”. Las señoras los siguen vendiendo en sus chiquihuites de carrizo, con su clásica envoltura de hojas verdes, de planta de maíz, casi planos, del tamaño de una mano. Para comerlos se acostumbra acompañarlos con un pedazo de chicharrón, un trozo del tallo de la planta de tanípatl, que también se conoce como Yerba santa o “varita” y un chile verde que se come a mordidas.
Cuenta mi madre que en aquella noche mi abuelo fue el primero en despertarse porque escuchó el pío pío de los guajolotitos, y pensó que a lo mejor se había metido a la casa una culebra que también quería comérselos, (como nuestra casa en aquella época era la última en la orilla del pueblo, y colindaba con el cerro, era frecuente que los animales salvajes llegaran hasta nuestro patio y a veces se metieran a la casa), y que mientras se levantaba de la cama oyó el tronar característico de los ejotes secos cuando se mojan.
El ruido lo desconcertó un poco, y entonces con cierta premura, después de alargar la mano para tomar la caja de cerillos que guardaba bajo la almohada, encendió el candil de petróleo para alumbrase y terminó de incorporarse, pero en cuanto bajó los pies al suelo se dio cuenta que estaba entre el agua.
El río había encumbrado hasta el patio y se metió a la casa sin que nadie se diera cuenta. Dice mi madre que la guajolota criandera andaba nadando sobre el agua con sus guajolotitos cargando.
Mi abuela lo único que alcanzó a salvar de mojarse fue su baúl de ropa que subió al tecorral que había en el patio.
En esa plática estábamos cuando vimos que las mujeres regresaban a prisa de su incursión. Asustadas nos platicaron que no pudieron llegar hasta la casa de Los mangos, que se regresaron al entrar al callejón, cuando miraron que se estaba cayendo el poste de luz y el transformador echaba chispas como si quisiera explotar.
Asustadas corrieron hasta el pie de la loma desde donde vieron que el poste de concreto era arrastrado por la corriente del río que ya había abierto brecha por un lado del puente, a pesar de que al caer se atoró de la pared de adobe de la casa de mi tía Nina. Todos entonces temimos por la casa de mi tía.
Al otro día, cuando el río comenzó a bajar de nivel porque la lluvia cesó, nos dimos cuenta de que la corriente había arrastrado los dos postes, junto con el transformador y los cables de alta tensión que llevaban la luz a nuestra colonia, el milagro fue que la casa de mi tía Nina no sufrió daño, y tampoco la casa de mi primo Joel que amaneció ése día al pie del río.
Lo mismo pasó con la casa de Bato, mi otro primo que vive al otro lado del puente, todavía dentro del pueblo. Todos creían que su casa se la había llevado la creciente porque su patio fue de los primeros en inundarse el viernes 13 de septiembre.
Por eso Bato y los diez miembros de su familia se salieron de su casa desde temprano, cuando vieron que era inminente la inundación.
Por la tarde, en el albergue donde estaba mi primo con su familia, los vecinos le avisaron que ya su casa no se veía y que la creciente estaba pasando sobre el puente. Él se consolaba con haber puesto a salvo a su familia, sobre todo a Florenciana, su mujer que ya tenía problemas para caminar.
Por eso cuando a la semana siguiente regresó para ver lo que había quedado de sus pertenencias miró con sorpresa que su casa seguía en pie y que el río había respetado hasta la teja.
Eso sí, el río se llevó todos sus muebles, y el patio quedó azolvado de lodo. Dice mi primo que entre la desolación el río le dejó una planta de astronómica y una mata de plátanos enanos, pero se llevó el árbol de clavellinas blancas que adornaba el puente.
El desalojo del pueblo
En Quechultenango la mayoría de la gente se salió de sus casas desde el sábado temprano, sólo quienes viven cerca del río lo hicieron un día antes buscando refugio cerca del Campo Santo, que es la más alta del pueblo.
Quienes reaccionaron tarde ya no pudieron pasar la barranca de Pololapa que también creció y se salió de su cauce desde la altura del cerrito del Tepeyac y siguió su cauce por la calle Cuauhtémoc, la del libramiento que va para Colotlipa.
En el centro del pueblo, entró una parte del río Huacapa que llegó por la carretera, y toda el agua que trajo la creciente de la barranca de Pololapa que se desparramó por las calles antes de pasar el puente de piedra donde vivía doña Zenaida la Turca.
El puente para pasar la barranca que se encuentran a una cuadra de la plaza, se convirtió en un tapón que obligó al agua a desparramarse sobre las calles con tanta fuerza y corriente que comenzó a llevarse los carros que la gente había dejado estacionados.
Adelante del guardaganado, donde antes se conocía como la Tranca y que es la entrada al pueblo viniendo de Colotlipa, el agua de la barranca que se vino por la calle Cuauhtémoc parecía otro río al juntarse con el Huacapa y río Limpio, a la altura de la “maroma”.