EL-SUR

Lunes 06 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

La lluvia del miércoles

Efren Garcia Villalvazo

Octubre 22, 2006

El miércoles llovió como yo recuerdo que antes llovía en Acapulco. Comenzó hacia las 10
de la noche y se continuó hasta bien entrada la mañana del día siguiente. El agua cayó
ligera, bondadosa, tocando apenas el suelo y las cosas en él contenidas. La escucho a
través de mi ventana tamborileando los techos de las casas, las hojas de los árboles, los
cofres de los autos y las luminarias de mi calle. La veo acumulándose en el pavimento,
formando charcos que a manera de espejos duplican mil veces el mundo en el que acaba
de aterrizar; la veo formando rosarios de gotas brillantes colgando de un cable tendido en
el patio. Es tan ligera que debe uno salir de casa para comprobar si está lloviendo. Con la
cara vuelta hacia el cielo, uno siente las gotas como caricias enviadas por nubes formadas
apenas el día anterior.
La imagino en su curso en el suelo. Mojándolo con delicadeza, penetrando la capa vegetal,
reactivando la actividad bacteriana que desmenuza los componentes orgánicos para
reintegrarlos a la rueda de la fortuna del ciclo nutricional del planeta, que requiere que se
renueve continuamente este caldo alimenticio del cual dependemos todos.
El mar, parece mentira, se reactiva con una lluvia tan ligera. El escurrimiento moderado de
nutrientes lo fertiliza, siendo por su propia naturaleza tan solo un desierto con sales
inundando permanentemente. Necesita del llanto del agua dulce desde tierra firme para
permanecer vivo. Yendo al suelo y un poco más allá se forman depósitos subterráneos que
luego, durante meses, escurren a manera de manantiales el agua almacenada
pacientemente durante las lluvias extendiendo sus beneficios ya bien entrado el estío.
Anoche chateaba con mi lejana amiga Alexandra, en la anteriormente apacible ciudad de
Oaxaca, y la animaba a dejar fluir lo que pensaba sobre una hoja de papel. Imaginé su cara
bonita y sus ojos atentos sobre el monitor, trantando de crear una línea y le decía que
simplemente dejara correr las cosas, como si fueran agua, y que como el agua
encontrarían su camino. Que no pensara, como no piensa la lluvia para caer, escurrir,
mojar y beneficiar. Que al igual que la lluvia, solo fuera lo que es ella. En el mundo actual,
esto no es fácil. La imposición, la cerrazón y la violencia impera.
El extrañamiento por la lluvia de la noche del miércoles es precisamente por lo violentos
que han venido a ser los aguaceros en Acapulco. Se han vuelto torrenciales, repentinos
para aparecer y desaparecer. En pocos minutos cae del cielo una cortina de agua que hace
unos pocos años tardaba hasta varios días en bajar. Y los efectos son totalmente
contrarios a lo anterior. El agua arrastra, destruye, derriba. Corre sobre el suelo y se lleva
con corrientes furiosas todo lo que encuentra a su paso. Transporta toneladas de lodo,
arena y rocas que arranca de cerros y cauces y los deposita en calles, plazas, playas y mar.
Surge una analogía chocante y una comparación apenas justa. Nuestras acciones ya no
son la gota ligera, el acto bondadoso, la atención y el cariño personalizado de un individuo
hacia su comunidad. Ahora es el torrente violento, la acción cobarde envalentonada por el
montón y el anonimato, reclamando corrección en un sector de transporte que de por sí es
abusivo, aumento de prebendas a maestros que ya de por sí son injustas, la no
construcción de un proyecto para el que no hay alternativa razonable y hasta un lamentable
agarrón entre chamacos después de uno de los pocos eventos culturales con los que
cuenta la ciudad, y para el cual evidentemente iban preparados, pues llevaban consigo
palos, piedras y puntas. ¡Juventud, divino tesoro! Esto es lo único que les hemos podido
enseñar.
Antes no era así, ahora es así y de ahí se cuelgan muchos para expresar lo muy poco que
pueden expresar, con la justificación de ‘no soy sólo yo, somos muchos y –nos lo aclaran–
echamos montón’. Somos torrente violento pues, no producimos, arrasamos. No
acordamos, imponemos. No dialogamos, sólo gritamos y golpeamos, y si nos contestan
de la misma manera los acusamos de ser represores violentos y de atentar contra
nuestros derechos humanos; habría que confirmar primero si existe esta condición en
ellos. Lo curioso es que el ciudadano común, el no afecto a la violencia, el que está harto
de los violentos, de repente comienza a considerar como una solución la fuerza, después
de ver que con palabras no se arregla nada. Cada vez lo vemos más cercano y , conforme
pasa el tiempo, cada vez más deseable. Es conmovedor ver cómo la violencia engendra
violencia. Cómo un torrente da luz a otro torrente. El primer torrente dice que no tiene nada
que perder. El segundo puede ser que esté cansado de perder y de escuchar al otro que no
tiene nada que perder.
La lluvia ligera sigue cayendo y me da un pretexto –muy débil– para no salir de casa. Desde
mi ventana veo como caen gotas ligeras que arrancan su perfume a la tierra, reactivan sus
nutrientes, abonan el mar y forman charcos en los que las nubes coquetas se recrean de
su vaporosa existencia. En unos minutos más tendré que prepararme para salir a la calle y
reintegrarme a la vida y su torrente, volviéndome –para sobrevivir– una gota del torrente.