Lorenzo Meyer
Enero 07, 2016
Peña Nieto ya perdió la batalla de la credibilidad en el exterior, pero en el discurso interno todo pareciera marchar bien, muy bien.
Cómo será recordado. Tiene fundamento la editorial sobre México que publicó The New York Times el 4 de enero: Enrique Peña Nieto no será memorable por sus obras sino por haberse comportado “como un político que en cada ocasión evitó la rendición de cuentas”. El diario neoyorquino subraya tres casos notables de evasión de la responsabilidad presidencial, todos ampliamente difundidos internacionalmente: la forma en que la familia presidencial adquirió una mansión vía un contratista gubernamental, las condiciones que permitieron la increíble segunda fuga de Joaquín Guzmán Loera –el narcotraficante más famoso– de una cárcel de alta seguridad y la incapacidad del gobierno para responder a la de-saparición y posible asesinato de 43 normalistas de Ayotzinapa.
Herencia. Se afirma que las evidentes fallas del Estado en México y en América Latina se deben a que la región se vio lanzada a la vida independiente con un defecto de nacimiento: una estructura de clases notablemente desequilibrada, producto del tipo de autoritarismo y mercantilismo implantado por España y Portugal y exacerbado por la naturaleza racista del dominio. Lo anterior, aunado a otros elementos –en particular a la captura del aparato de gobierno por élites decididas menos a dar forma a nuevas naciones y más a extraer el máximo beneficio económico a costa del resto de la sociedad– ha imposibilitado a lo largo de dos siglos la consolidación de estados nacionales estables y efectivamente democráticos en el subcontinente (Francis Fukuyama, Political order and political decay, NY, 2014, pp. 255-258). Si a lo anterior se le añade la corrupción endémica de la vida pública, el resultado son las obvias fallas políticas a las que se refiere el editorial del diario estadunidense.
En un breve análisis comparativo sobre la situación política de Brasil y Argentina, aparecida también en The New York Times (30 de diciembre, 2015) y centrado en la corrupción y la impunidad, Uki Goñi afirma que hoy la “cultura de la corrupción” es el factor determinante de la vida pública latinoamericana, pero resalta un hecho: mientras hasta hoy la impunidad pareciera mantenerse inalterable en Argen-tina, en Brasil pareciera haber llegado a un punto crítico por combinarse lo escandaloso con la que podría ser la peor recesión en 80 años (El País, 2 de diciembre, 2015). Y es que la insatisfacción de una amplia capa de la sociedad brasileña con sus gobernantes podría desembocar en un cambio histórico positivo, ya que ha llevado a que las instituciones judiciales del Estado tomen en serio el problema de la corrupción y la impunidad y hagan efectivo el principio democrático de la rendición de cuentas.
Por un lado la popularidad de la presidenta, Dilma Rousseff, ha caído a niveles catastróficos –apenas tiene la aprobación del 10 por ciento de los ciudadanos–, pero por el otro, ha aumentado el prestigio y la credibilidad de los fiscales y jueces que han dictado sentencias de 6, 15 o hasta 20 años de prisión a políticos de alto rango ligados al partido del gobierno, el PT –es el caso de dos ex tesoreros de ese partido, Joao Vaccari y Delúbio Soares o el de Renato Duque, ex director de la poderosa Petrobras, donde los pagos ilícitos a empresas en 10 años po-drían haber alcanzado los 10 mil millones de dólares–. En prisión también hay contratistas y banqueros e incluso se ha abierto la posibilidad de que un juez llame a declarar en este mes y en torno a un caso de soborno, al ex presidente Lula.
Mientras, en México. Aun cuando aquí estamos en la misma tesitura que Brasil en materia de corrupción, las instituciones operan para seguirla propiciando, no para combatirla. Y un ejemplo claro es lo que le sucedió a Carmen Aristegui y su equipo de periodismo de investigación. The New York Times resalta que ese equipo hizo su reportaje sobre la casa de la familia presidencial de manera “meticulosa e impecable”, pero que el resultado final fue lo opuesto a lo que debería haber sido: los periodistas perdieron su empleo en tanto que Peña fue exonerado de incurrir en conflicto de intereses por la Secretaría de la Función Pública a cargo de un amigo suyo. Aristegui y su equipo recurrieron a los tribunales, pero el bien pagado aparato judicial simplemente decidió imitar a Pilatos y se lavó las manos.
Imposible. La corrupción es un problema moral, pero también económico que directamente le cuesta a los hogares mexicanos al menos 32 mil millones de pesos anuales, es decir, el 14 por ciento de sus ingresos (Este País, diciembre 2015, p. 10) Hasta ahora, el poder en México sigue el cómodo camino de enfrentar su nacional e internacionalmente reconocido problema de corrupción pública, siguiendo la senda argentina –no hacer nada– y no la brasileña. Peor aún, pese a su desprestigio, el PRI y sus prácticas clientelísticas podrían obtener una holgada victoria en las elecciones locales de este año, (http://www.buendiaylaredo.com/publicaciones/349/Perfil_Electoral.pdf).
¿Hasta cuándo llegará y cuál será la gota que derrame el vaso de la paciencia o indiferencia de la sociedad mexicana frente a la corrupción e ineficiencia de su gobierno? ¿Cuando se desate la inflación, cuando entre en servicio el nuevo y costoso avión presidencial, cuando se conozcan los contratos del nuevo aeropuerto o cuando se produzca una nueva matanza? Urge en México una reacción a la brasileña.
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