Lorenzo Meyer
Junio 22, 2020
Monsiváis retrató bien a México porque lo vivió de abajo a arriba, con mente abierta y generosidad.
El título de esta columna corresponde al libro publicado por Corey Robin en 2011, The reactionary mind (Oxford U. Press), que modificó en una segunda edición (2017) y subtituló Conservadurismo de Edmund Burke a Donald Trump. El libro busca descubrir las raíces ideológicas de la derecha.
La propuesta central del profesor del Brooklyn College y la City University de Nueva York, es clara y sostenida por un análisis a profundidad de sus fuentes. Para Robin, la visión moderna de la política y de la sociedad de los conservadores sigue anclada en la respuesta que en su momento dieron a la Revolución Francesa. El conservadurismo o la mentalidad reaccionaria –para el autor son términos intercambiables– nace del sentimiento de una injusta pérdida de privilegios: la superioridad del blanco sobre el negro, de la autoridad incuestionable del patrón sobre el trabajador, del pater sobre la esposa e hijos. Por eso, su objetivo último no fue, no es, la preservación del poder sino su recuperación, la restauración (p. 56). En México, en los siglos XIX y XX y en la actualidad, se dan estos procesos.
La ideología de la derecha moderna, señala Robin, surge de la experiencia de aquellos que ejercen el poder político, económico o cultural y de quienes se identifican con ellos, ante la posibilidad de perderlo. Los fundamentos de esa teoría fueron elaborados por un irlandés, Edmund Burke (1729-1797), cuya influencia en el pensamiento conservador no ha desaparecido, aunque ahora ese pensamiento ya no puede rechazar de manera tan abierta como en el origen la legitimidad de la democracia.
La abundante bibliografía y las consideraciones de Robin están ancladas en la experiencia histórica británica y norteamericana, pero tienen un valor para otras experiencias políticas modernas, incluida la mexicana.
Lo que Burke vio y reprobó en la Revolución Francesa no fue sólo su violencia contra personajes de las clases dirigentes –el rey, María Antonieta, los aristócratas o el clero–, la expropiación de sus propiedades y la anulación de sus privilegios, sino algo más profundo: la pretensión de trastocar la obligación de la deferencia que las capas populares deben a sus superiores y, sobre todo, negar el derecho al mando de éstos últimos. Ese trastrueque equivale, según Burke y sus sucesores, a pervertir el orden natural de las cosas.
En este contexto, la actitud hoy de personajes como Salinas Pliego al cuestionar y contradecir recomendaciones de las autoridades sanitarias para disminuir el agresivo contagio del virus SARS-CoV2, es un ejemplo del “derecho” de los dueños de la riqueza a ejercer un mando que no proviene de la legalidad, ni de elección alguna, sino de la naturaleza misma de las divisiones naturales entre élites y masas.
Examinando discurso y conducta de ciertos grandes capitalistas, Robin concluye que la imagen que algunos de estos tienen de sí mismos no se genera en su éxito para acumular riqueza sino, sobre todo, en verse como exitosos dirigentes de hombres. Estos personajes tienden a comportarse como los grandes señores antes del capitalismo: quien tiene el derecho a disponer del trabajo de otros también se considera con derecho a imponerse sobre ellos. Por eso, entre otras cosas, tales personajes se piensan no como meros “capitanes de la industria” sino generales de la sociedad, a la que pueden y deben dictarle órdenes porque su superioridad económica prueba su superioridad intelectual y moral (pp. 36-47). Algo o mucho de esto lo exploraría Max Weber al ligar capitalismo y protestantismo.
En principio, los conservadores siempre tienen una ventaja sobre sus rivales de izquierda: que no necesitan buscar y ensayar fórmulas políticas nuevas porque no pretenden remodelar a la sociedad, sino apenas retornarla al camino de la “normalidad”. En esas condiciones, el problema para la derecha es lograr que parte de las clases subordinadas les respalden sin cuestionar su propia subordinación, y eso es posible si a esos subordinados se les convence que no son tales porque hay otros grupos en peores condiciones. Por eso, en el siglo XIX, políticos sureños norteamericanos proponían que todo blanco tuviera un esclavo pues de esa manera incluso los blancos pobres se considerarían “clase propietaria”. En 2016 otros blancos pobres se identificaron con Donald Trump en su animadversión por las minorías de color, entre ellas, la mexicana.
En suma, si se acepta que el pensamiento conservador es “una meditación y una elaboración teórica de la experiencia de tener [o creer tener] el poder, verlo amenazado e intentar recuperarlo” (p. 4), entonces se entiende mejor la naturaleza del esfuerzo de la coyuntura política mexicana actual.