EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

La necesidad de soñar

Jesús Mendoza Zaragoza

Febrero 10, 2020

 

El derrumbe de las utopías construidas en la modernidad ha sido fatal. El socialismo real y el neoliberalismo hicieron pedazos los grandes sueños pregonados por las potentes ideologías del siglo pasado. Marxismo y liberalismo construyeron sus respectivos “paraísos”: el marxismo pregonaba una sociedad sin clases mientras que el liberalismo ofrecía progreso, desarrollo y libertad. Tales ideologías promovieron, cada una en su área de influencia sus propios componentes económicos y políticos. Socialismo y capitalismo, con diversidad de rostros cada uno, propagaban sus ideas, sus divisas, sus justificaciones. Y resulta que ambas construcciones demostraron inconsistencias y dejaron frustraciones.
Las grandes ideologías se fueron diluyendo dejando orfandad entre sus creyentes, quienes han ido abandonando la fe en el progreso como solución a las penurias humanas, o la fe en la ciencia y en la técnica como herramientas de bienestar para todos. El capitalismo se fue haciendo cada vez más salvaje, mostrando una cara de bienestar para los ricos y otra cara de terror para los pobres. El socialismo, por su parte, no pudo cumplir sus promesas.
La tragedia se ha mostrado en la frustración que dejó la modernidad con sus grandes narrativas fallidas. Las construcciones utópicas pregonadas por socialismo y liberalismo también se derrumbaron. Y ninguna otra ideología pudo llenar ese vacío, lo cual desembocó en un cambio de paradigma en el que ya no hay utopías. Ahora cada quien construye su propia verdad, su propia idea, su propio proyecto a la medida de sí mismo. El pensamiento fuerte de las grandes ideas fue sustituido por el pensamiento débil de la posmodernidad. La razón ha sido sustituida por el sentimiento y la utopía por los deseos individuales.
Como consecuencia, la carencia de utopías ha estropeado la mirada hacia el futuro y ha atrofiado la imaginación. Sólo importan los datos duros, los resultados, las utilidades y las cifras macroeconómicas. Desaparecieron las luchas de liberación social marcadas por utopías y ahora nadie visualiza la construcción de una nueva sociedad ni la configuración del “hombre nuevo”, como allá en los años 60 y 70 del siglo pasado. El cambio social se ha ido reduciendo a modificaciones menores y fragmentadas de la realidad. Las demandas sociales están centradas en las necesidades inmediatas e individuales. Sin utopías, lo que toca es sobrevivir y adaptarse a la realidad. Así hemos hecho ante la violencia, la inseguridad, la corrupción y la desigualdad.
A este cambio de paradigma cultural hay que añadir el impacto que tiene la realidad tan atroz sobre la conciencia de las personas y de los pueblos. En contextos de violencia y de miseria, la conciencia se ha ido deteriorando paulatinamente. La gran carga de miedo, de rabia y de desesperanza ha ido generando una apuesta por la supervivencia. Gran parte de las víctimas de la violencia y de la pobreza extrema prefieren sobrevivir, y para eso han tenido que renunciar a la lucha, a la organización y a la exigencia de justicia. Y el empeño por la supervivencia es cotidiano y tenaz. En ocasiones, llega a ser un verdadero apego. Sobrevivir significa contar con un bocado para no morir de hambre, ocultarse ante las tropelías de la delincuencia organizada y distanciarse de los abusos del Estado. Sobrevivir es ya una ganancia. Es más, todas las energías y todos los recursos son orientadas para lograrla. Por eso, deciden adaptarse a las circunstancias, pues no hay más opciones viables. La inflexibilidad de la economía que mata y del sistema político abusivo establecen las coordenadas de esa supervivencia. En consecuencia, para sobrevivir hay que renunciar a cualquier utopía, pues no hay condiciones para imaginarla siquiera.
¿Y qué sucede ante la ausencia de utopías? Sencillamente desaparecen las esperanzas y se desactivan las luchas por mejores condiciones de vida y por la necesaria transformación social. La utopía es, sencillamente, el motor de las transformaciones sociales y políticas y la generadora de esperanza. Y sin la esperanza, estamos ya muertos por dentro. O, al menos, agonizantes. O, en un estado de inhumanidad en el que se han atrofiado la imaginación y la creatividad. La ausencia de indignación y de sentido crítico completan el cuadro enfermizo que se da en el intento de sólo sobrevivir. Las maquinarias económica y política vigentes han logrado robar la esperanza a un muy amplio segmento de la población. Han cultivado esos virus mortales tan dañinos para la conciencia, tales como el individualismo, el consumismo y el clientelismo.
¿Y, cuál es la salida? Desde luego que no hay salida fácil en este contexto en el que las maquinarias económica, politica y cultural, se han empeñado en apagar esperanzas. Aún así, se pueden ir abriendo caminos. Hay una necesidad de esperanza inscrita en la misma condición humana. Se puede apagar el fuego pero sigue vivo un rescoldo que puede ser reavivado. Se requiere ir al fondo de la conciencia para reconocer que aún hay posibilidades. Mientras haya vida hay esperanzas. Solo los muertos ya no pueden esperar. Hay que despertarlas generando sueños. Tenemos que aprender a soñar reactivando la imaginación como un recurso humano que se ha deteriorado. La imaginación tiene esa tarea, tan importante como la razón y como la emoción. Por eso hay que cultivarla. Creo que los sistemas educativos no le dan la importancia que debieran.
La imaginación es decisiva para pensar y construir utopías. Aún en las situaciones más adversas es posible. Soñar, imaginar, crear y diseñar representan un gran potencial que no solemos valorar ni cultivar. Despertar esperanzas es una tarea mayúscula pero absolutamente necesaria si queremos cambiar la realidad y para proyectarla a la medida del ser humano y de una sociedad fraterna y justa.