EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

La negriza en nosotros

Aurelio Pelaez

Noviembre 13, 2021

Esta, mi historia, comienza con mi padre, quien a los ocho años llegó a Acapulco a ratos caminando y otros en camión, de Cacahuatepec, Oaxaca, huyendo de la violencia, luego del asesinato de mi abuelo, que anduvo en la guerrilla (los terratenientes le dirían gavilla), de Moisés Colón. Llegó a Acapulco y fue adoptado en un orfanatorio de gringos, evangelistas, y en principio esas cosas de su oriundez me interesaron poco. Supe muchos años después que un ilustre paisano era Álvaro Carrillo, de quien una de sus ramas es Peláez, y que un déjà vu me dio a entender que, por la zona en donde vivíamos (Las Cruces), la Costa Chica siempre estuvo entre nosotros, como los tamales y los atoles de mi abuela doña Pilla, aunque yo ya pertenecía al mestizaje acapulqueño.
La cultura afromexicana o la tercera raíz son conceptos que uno incorpora de manera tardía en su vocabulario cotidiano. En mi colonia sus dignos representantes inmediatos eran El Memín y El Chocorrol. Así les decías hasta que los susodichos vecinos crecían y se ponían bravos y ya entonces los comenzabas a llamar Pedro o Pablo, después de algunas madrizas reveladoras de lo políticamente correcto. Ya después había que andarse con cuidado: “aguas, ahí viene el pinche zanate”.
Guerrero comparte con Oaxaca la noble cultura mestiza, la de la negrada, definiría el investigador originario de Cuajinicuilapa, Eduardo Añorve Zapata. La de Guerrero comienza en Acapulco y sigue hacia Pinotepa (Pino), según datos originarios del antropólogo Gutierre Tibón, entre otros.
La cultura, el vocabulario Costeño es parte de nosotros y a diferencia de los guerrerenses que habitan en otras regiones, se incorporan fácilmente a las comunidades. Algunas familias recatadas sentenciarán: “estos costeños son lisos”.
Sabes que te ganaste la confianza del costeño cuando pasas a ser su primo hermanito (por cierto, hay una apropiación cultural sin derechos de autor de la Bimbo, cuando para no ser racista o políticamente incorrecto pasó a llamar Nitos a los tradicionales Negritos, esos panecitos que vienen bañados de chocolate).
Pepe Ramos ubica en alguna canción algunas palabras que son parte de nuestra cotidianidad como chirundo, chimeco, pero también puchunco, chando y otras más prosaicas como chinqueque, ñonga (a saber, que será eso, ya ven cómo es la negriza), y más, encontrables en el diccionario Jerga y modismos de Guerrero, de Salomón García Jiménez.
La bailadera, la comedera o el comelitón (la exageración es una debilidad costeña), son el destino inevitable de casorios y otros compromisos ineluctables como los cumpleaños. El recetario y las formas de prepararlo son descritas en el libro La sazón de la cocina afromestiza de Guerrero, editado por Conaculta en el 2007, y donde encontramos por cierto las crónicas de la preparación de los festejos a cargo de Eduardo Añorve Zapata, en versión actualizada del de Cuijla, de Gutierre Tibón, que es de 1958.

Un baile la precede la amenaza del Santo seco, de los Multisónicos de Higino Peláez, y en ecos tempranos del que esto escribe, la Luz Roja de San Marcos y sus interminables réplicas, músicos que sólo se juntaban para amenizar bailongos sin apenas ensayar. Total, si los acordes y las letras del Acapulco Tropical se contaban con los dedos de una mano. Aunque por el ritmo de los pies de la paisanada se antojaban sinfónicos. Literalmente se bailaba sin ton ni son. En tanto corrían los tamales de iguana, el mole de guajolote, bajo una enramada de hojas de palma para aguantar el sol costeño, tierra pisoteada y regada con cerveza.
Y la fiesta, pura arrechera, primo hermano. El ritmo inevitable de los costeños, el padrotismo de los galanes, camisas abiertas enseñando el pecho lampiño, se empuja por acá entre el gentío, un atisbo de bronca por allá, un desafío, si lo malo no es ser marrano sino estar trompudo, de pronto un balazo y la fiesta ya estará inscrita en los anales de la microhistoria, porque es sabido que fiesta sin muerto no es tal.

Quien no haya salido a descampado y atender asuntos propios del cuerpo y no haya sido perseguido por un cuche cuitero que tire la primera piedra. No al cuche, no hay que maltratar al futuro relleno.
Esto es un preámbulo de un episodio menos romántico, el estigma de la violencia que persigue a los negros: “se mata por deporte. No hay fiesta lograda si no termina en uno o varios muertitos… Creo que la Costa chica sigue batiendo el récord mundial de los asesinatos. No, los indios son pacíficos…”, refiere Gutierre Tibón en Pinotepa Nacional (1961) en un diálogo con un vecino en Chacahua.
Según Aguirre Beltrán en Cuijla, en una conclusión de ese 1958, “los grupos negros que en México todavía pueden ser considerados como tales, derivan principalmente de los cimarrones que reaccionaron contra la esclavitud y se mantuvieron en libertad gracias a la creación de un ethos violento y agresivo en cultura que los hizo sujetos temibles”.
Aunque después matiza: “Los que hoy pudieran ser considerados como negros, aquellos que en virtud de su aislamiento y conservadurismo, lograron retener características, somáticas predominante negroides y rasgos culturales africanos, no son en realidad, sino mestizos, productos de una mezcla ideológica y resultantes de la dinámica de aculturación”.

Otra de las herencias que permanecen bien tangibles y parte de nuestra idiosincrasia acapulqueña es la asimilación de los corridos, que oyes en el guateque del vecino cuando se pone pedo, en fiestas, cantinas y hasta el camión. Son los de La mula bronca, El Zanatón, Pedro el Chicharrón, y otros.
De eso escribió el antropólogo Miguel Ángel Gutiérrez Ávila, en Corrido y violencia entre los afromestizos de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca: “El corrido es un relato (no siempre anónimo), fincado sobre los motivos de la muerte de uno o varios individuos (cuya muerte es violenta). En consecuencia, su objeto es mostrar el conflicto circunstancial de la moral, la ética, y la justicia en grupo… el Corrido no hace apología de la violencia; al desnudarla la previene cuando es dañina, pero la justifica cuando a considera útil (algo se comió) en ese sentido cumple con la función indispensable y capital de regulador ideológico de la violencia.
Guerrerense, acapulqueño que se dé desear, extrañará los corridos fuera del terruño, y los pedirá a la primera guitarrista que se encuentre por ahí, “a ver si te sabes éste”.

En el principio la Costa Chica, lo afromestizo, entró a Acapulco antes de que hubiera la carretera costera, por La Venta, donde se asentó una primera colonia, me refiere en una entrevista para este trabajo el sociólogo Armando Escobar. Fue La Venta un cruce comercial de productos de diferentes regiones, que se refieren como ente comercial activo a principios del siglo pasado, y en incidentes históricos como el crimen, uno de los tantos, de Juan R. Escudero, referidos en el libro de Renato Ravelo Lecuona.
Otra segunda ola debió ser a partir de la terminación de la carretera México-Acapulco, en 1937, aunque muy poco, hasta que detonó el turismo en la era alemanista.
Aunque el cronista Anituy Rebolledo refiere en entrevista llegada más directas de negros en la época virreinal, como la comunidad asentada en Icacos, y el propio barrio que otra comunidad creó en Acapulco, precisamente el barrio de La Guinea, nombre retomada de sus orígenes africanos, asentados en el cerro, alejados de la población criolla.
En un reciente artículo, el escritor acapulqueño Julián Herbert (Letras Libres), refiere que ya en cuentas contemporáneas la población migrante de la costa, de donde viene lo afromestizo, se ubica por la ruta de Pinotepa Nacional, La Sabana, Zapata, etcétera.

Lo que para muchos es un periodo idílico, los 60’, 70’ del siglo pasado, con estrellas de Hollywood deambulando por las calles, el dólar como santo grial y los perros amarrados con chorizo, en realidad es la culminación de la tragedia de despojos a los dueños originarios de la tierra por parte de capitalistas gringos y cachorros de la Revolución, apoyados por el Ejército y “el gobierno”, como conoce el nativo a toda esa suma de poder.
Referencias de lo anterior están en el libro de Francisco Gómez Jara Bonapartismo y Lucha campesina en la Costa Grande de Guerrero, apoyado honestamente en una versión original de Miguel Aroche Parra, La arrebatina campesina. Para Gómez Jara el turismo trajo ruptura del desarrollo regional, e implicó una colonización, con una fuente productiva, que además genera sometimiento e indignidad.
En suma, las trasnacionales del turismo ya le extrajeron a Acapulco lo que tenían que sacar, desatendieron el desarrollo del resto del estado provocando una migración indetenible hacia Acapulco, una ciudad que creció con apenas planificación urbana, y si la hubo, quedó desbordada. La industria del turismo nunca financió nada. El problema urbano lo dejaron a las generaciones siguientes, y el capital se fue a otros lugares más redituables, como la Riviera Maya.
El caos es nuestro pedigrí.

En fin, aquí estamos, y repensar a la cultura afromestiza es ya repensarnos a nosotros, como integrantes voluntarios, e involuntarios, como parte de ese mestizaje por lo menos cultural
Ya en 1943, Gutierre Tibón daba esta sentencia en su libro Aventuras en México, 1937-1983, que refirió Juan Iturriaga en el compendio Viajeros extranjeros en Guerrero: “La raza de razas, o sea la perfecta síntesis racial que en otras partes no se realizará antes del siglo I ya existe en México. Es justo que sea así, ya que el advenimiento de la raza cósmica ha sido vaticinado aquí por José Vasconcelos.
“El crisol al cual aludo está a orillas del Pacífico. Antes se le echó cobre y plata, y después oro y mucho hierro. El metal que resulta se llama acapulqueño.
“A la mezcla de cobrizos y blancos en el siglo XVI, se añadió en los siglos XVII y XVIII una importante contribución de oliváceos y negros”.
Eso vio hace casi 80 años.

Ponencia presentada en el Conversatorio Afrodescendientes, parte del Festival La Nao, a cargo esta vez de Manuel Maciel y Citlalli Delgado, que se lo fletaron en unos cuantos días.