EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

La parábola de los italianos en Albania

Federico Vite

Enero 04, 2022

La novela con la que el escritor albanés Ismaíl Kadaré obtuvo renombre internacional es El general del ejército muerto. Se publicó por primera vez en 1963, pero gracias a que Jusuf Vrioni la tradujo al francés, Kadaré literalmente se posesionó de Europa. En 2004, el traductor Derek Coltman hizo que este libro naciera en inglés y en 2005 obtuvo el premio Man Booker Internacional (una presea, por cierto, que debería ser para los traductores). Así fue como Kadaré ingresó a las grandes ligas.
En este libro reflexiona sobre ciertos mecanismos de ideología militar y obviamente es menester echarle un ojo al trabajo de este hombre que durante el primer decenio de este siglo fue candidato al Nobel.
Grosso modo, Kadaré narra una situación casi irreal. Veinte años después de la Segunda Guerra Mundial, un general italiano es enviado a Albania para recuperar los restos de algunos soldados caídos “honrosamente” en batalla. Lleva mapas, datos, listas y registros dentales. Un sacerdote pendenciero se une a él, y bajo la lluvia y las tormentas de aguanieve excavan la campiña albanesa. Revisan dientes y placas de identificación, reúnen un ejército muerto con uniformes de caja de pino. Además del clima terrible, el general también lucha contra la hostilidad de los albaneses. Ellos ven en esta misión extraña, por no decir ridícula, una oportunidad para humillar a sus antiguos conquistadores. Así que el general lucha contra la aparente sinrazón de una empresa cada vez más enrarecida. Dialoga también con otro general alemán que hace exactamente lo mismo: buscar entre huesos y tumbas a sus compatriotas. Ambos están en una misión risible y tenebrosa: llevar los restos de los soldados a sus familiares. Este libro debe entenderse como una elegía para los jóvenes de todos los países que son enviados al extranjero para morir en batalla, una batalla, no sobra decirlo, francamente desquiciada.
El general italiano que busca a los muertos trabaja durante un año supervisando la ubicación de los entierros, la excavación de cadáveres y comparando estaturas e igualmente cotejando registros dentales. Su entusiasmo se enfría por los escasos resultados. Lidia con la burocracia de su país y finalmente obtiene un ligero estímulo temporal y económico para consumar su hazaña. Descubre que el sacerdote taciturno que lo acompaña en esta empresa tuvo una aventura con la viuda de un soldado de alto rango desaparecido. Fueron más que amigos y eso entorpece aún más su fe en el equipo de trabajo. Rodeado de montañas, de lluvia, niebla y frío. Se da cuenta que no hay manera de salir indemne; en especial, cuando se entera de historias ominosas durante la guerra. Una de ellas es el burdel militar que dota de cierto humor todo el relato, pero se torna trágico cuando se narra un feminicidio sangriento. Ya sabe, si hay militares, siempre e invariablemente, la violencia detona. Esa es una enseñanza ancestral.
Al final de las pesquisas, el general italiano sale de Albania con una preocupante certeza: todo lo que ha hecho y experimentado en la búsqueda de los soldados muertos es insignificante. El mundo no cambia; la vida no es más digna, los muertos siguen muertos y el honor se convierte en una cortina de humo.
Para los lectores de los 60, este libro debió ser una espeluznante alarma. Para nosotros, habituados a la sinrazón del ejército en actividades que no tienen que ver con la guerra, esta novela tiene una potencia mayor, redimensiona el simbolismo de una certeza: el ejército preserva su honor con tareas desfasadas; recurre al ideal de la guerra para proyectar una supuesta paz y control inexistentes. Si pensamos en nuestro presente, basta con echarle un ojo a las estadísticas para entender que vamos literalmente a un desfiladero en cuanto a inseguridad se refiere y que el ejército no ayuda a revertir la violencia.
Pensando en lo estrictamente técnico, el relato es lineal, pero bien ensamblado. Sigue la causa y el efecto de todas las acciones de los personajes. No deja cabos sueltos. Pero la hazaña mayor es justamente la manera en la que ensambla los datos institucionales con los cadáveres que encuentra. Desde el punto de vista estructural, la trama es simple. Hay pequeños saltos en el tiempo, descripciones precisas y muchos diálogos, que sumados al descubrimiento del diario de un soldado, agrandan la experiencia ominosa de la guerra. Este hecho le permite a Kadaré reflexionar sobre las acciones de un país. Por ejemplo, chequemos estas frases: “Los temas predominantes de sus canciones son acerca de la destrucción y de la muerte. Esa es la característica de su arte. Tú encuentras eso en sus canciones, en sus vestidos, en todo lo que tiene que ver con su existencia. Es una característica común en todos los Balcanes, pero es mucho más pronunciada con los albaneses. Mira su bandera: simplemente es un símbolo de sangre y duelo”. O tal vez vendría bien repensar este párrafo de la novela: “‘Yo he pensado mucho en esos asuntos’, respondió el párroco. Oscar Wilde dijo que la gente de clase social baja siente la necesidad de cometer crímenes para experimentar fuertes emociones que nosotros podemos obtener del arte. Ese epigrama bien podría aplicarse a los albaneses”.
La voz narrativa es omnisciente y gracias a la mesura y la distancia sicológica que guarda con los personajes el lector entiende que la proposición de Kadaré no sólo es hablar de Albania y de la irracionalidad de la guerra sino de un tema mucho más atractivo: la recurrencia con la que el ejército evoca el pasado para justificar su existencia en el presente y, de paso, nos indica que las sociedades deben reorganizarse de otro modo para disminuir al mínimo las misiones castrenses, pues algunas son francamente ridículas y, por supuesto, ominosas.
Ismaíl Kadaré nació en Argirocastro, un pueblo montañés al sur de Albania, ha escrito treinta y siete libros de ficción, casi todos ambientados en su patria y ha sido galardonado con el premio Man Booker Internacional y con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Desde 1991 reside en París. Que el frío de esa época reseñada por Kadaré no nos toque. Esa es la mayor esperanza.