Lorenzo Meyer
Julio 10, 2023
Adolfo Gilly, un gran mexicano que nació en Argentina.
Observadores locales y externos han subrayado que la vida política de México está experimentando un proceso de polarización creciente. El fenómeno es evidente, aunque el presidente ha preferido llamarlo politización. Se puede discutir el punto, pero lo importante no son las definiciones, sino mantener el choque frontal de los contrarios dentro de los límites de una contienda de contrastes, pero sin desembocar en la violencia.
Estamos apenas en los prolegómenos de la gran contienda electoral del 2024 pero en la arena donde actúan los profesionales de la política ya es clara una polarización en torno a los dos grandes actores formales (los hay informales y muy importantes) que protagonizan la disputa por el poder y por el rumbo que se prolongará por año y medio más: la coalición gubernamental de “Juntos Hacemos Historia” conformada por Morena más un par de partidos relativamente secundarios pero que pueden inclinar balanzas –PT y PVEM– y la de la oposición: PRI-PAN-PRD o “Frente Amplio por México.” Estos contendientes contrastan tanto por la composición de sus bases sociales como por sus estilos, discurso, organización y, desde luego, sus proyectos explícitos e implícitos de nación.
Los teóricos de la democracia han apuntado que un proceso electoral sólo adquiere sentido si los contendientes efectivamente ofrecen a los ciudadanos opciones de futuro diferentes y sustantivos. Hoy todo indica que el elector mexicano dispondrá de elementos más que suficientes para formarse una idea de los contrastes en las ofertas de las élites políticas y de los intereses que están en juego.
El pasado 1° de julio el presidente pudo volver a llenar con sus bases de apoyo el zócalo capitalino. El motivo formal del evento fue celebrar el quinto aniversario del triunfo de la coalición que él encabeza, pero también fue parte del arranque de la carrera por la presidencia 2024-2030. Esta vez el jefe del gobierno pudo reunir para exponer sus logros a una masa entusiasta de sus seguidores, a todos los gobernadores de su movimiento y mostrar unidos y disciplinados a los seis personajes que ya son, salvo por el nombre, precandidatos presidenciales –tres reales y tres de acompañamiento estratégico– de Morena. Hasta ahora, y pese a que esos aspirantes ya están enfrascados en una dura competencia interna, hasta ahora han mantenido su disputa dentro de los límites que impiden la ruptura interna del partido dominante de la coalición. En fin, que la concentración masiva de ese 1° de julio sirvió también para mostrar la unidad de la izquierda, su estado de ánimo y reiterar que el presidente se mantiene como su líder indiscutible.
Y mientras la coalición del gobierno puede presentar un liderazgo público claro, la oposición tiene dificultades en ese campo. El PRI está fragmentándose y su líder, Alejandro Moreno, está bajo ataque abierto y constante de sus pares. Un buen indicador de la naturaleza de esa guerra interna del viejo partido “casi único” es la fragmentación de su cúpula. Las deserciones en el Senado, donde apenas quedan nueve priistas formalmente leales a su líder contrastan con los 59 de Morena. El sorprendente espectáculo que dio hace unos días Santiago Creel, ex secretario de Gobernación, donde pidió –casi imploró– el apoyo de sus correligionarios para que no se le margine del juego donde se decide la candidatura presidencial de la derecha, pero donde también, de manera sorpresiva, la senadora Xóchitl Gálvez –una panista no de cepa– pareciera ser ya la favorita de la cúpula del PAN y de sus apoyos externos para desempeñar el papel de abanderada en la lucha contra el lopezobradorismo.
Obviamente la coalición PRI-PAN-PRD tienen liderazgos formales pero se da por sentado que las directrices de la triada se elaboran fuera de sus ámbitos formales y bajo la influencia de un personaje sin partidos: Claudio X. González, cuyo poder proviene de sus ligas con la gran acumulación de capital controlada por un puñado de familias que resienten, y mucho, el esfuerzo del presidente por separar el poder político del económico para que en México deje de operar el sistema oligárquico, el que entró en crisis en 2018.
En fin, que en nuestra pirámide política el ciudadano promedio es cada vez más proclive y abierto en su toma de partido, pero sin muchas estridencias. En contraste, en la cúpula domina una polarización cargada de “sonido y furia”. Es ahí donde la polarización pudiera transformarse en un peligro.