Lorenzo Meyer
Julio 05, 2018
El resultado de la elección del 1° de julio puede ser interpretado como una “rebelión de las masas” o como la emergencia del “México profundo”, a elegir.
No fue esta, la de 2018, la primera insurgencia electoral en México, pero sí la primera que obligó a quienes controlan los hilos del poder a reconocer que les sería más peligroso resistir que aceptar la derrota y negociar el cambio.
Una manera de interpretar lo sucedido en la larga y enconada contienda electoral que culminó con la derrota en toda la línea del viejo partido de Estado y sus aliados, es acudir a un clásico de la teoría elitista del poder: el filósofo español, José Ortega y Gasset, que en 1930 publicó La rebelión de las masas. Se trata de un gran manifiesto del elitismo, a la vez que una interpretación de un tiempo político signado por la movilización de las clases populares en el mundo de la primera postguerra mundial: bolchevismo, sindicalismo, fascismo y justo al inicio de la Gran Depresión. A Ortega, justificador del predominio de las “minorías excelentes” que, hay que subrayarlo, no eran necesariamente equivalentes a las élites económicas, le alarmó la irrupción de las masas “al pleno poderío social”. Esa irrupción significaba, para Ortega, la expansión de la mediocridad propia del “hombre masa”, de su cultura y de su indiferencia ante la excelencia propia del individuo que se impone a sí mismo responsabilidades más allá de las que su entorno le demanda. El pensador liberal, individualista y conservador, temía que la mediocridad terminara por ganar la partida a la excelencia de las elites. Así pueden algunos interpretar lo que está sucediendo en esta coyuntura crítica de la política mexicana: una instancia más de la rebelión de las masas.
Hasta hoy y aquí, la preocupación de Ortega había resultado infundada. El “poderío social” de la masa insumisa irrumpió violentamente en los espacios políticos mexicanos un par de veces: durante la independencia y sus secuelas y durante la Revolución Mexicana. Pero en ambas ocasiones, esas masas fueron finalmente replegadas a su lugar de origen, a los márgenes.
Una forma alternativa de interpretar el arribo de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a la presidencia, es la antropológica de Guillermo Bonfil, sintetizada en su México profundo. Una civilización negada, México: Conaculta, 1987). Lo ocurrido el 1° de julio de 2018, el triunfo electoral contundente de la izquierda, bien puede ser visto como un intento exitoso, no de las “masas”, sino de la nación profunda, para volver a romper el círculo de hierro que las élites han construido alrededor de la presidencia a partir del fin del cardenismo. Para Bonfil, el México que había controlado los procesos políticos, económicos y culturas de la post revolución era el “México irreal, dominante, pero sin raíces, carne ni sangre”. (p. II). Para el antropólogo, el México real era el otro, el de las mayorías que desde siempre han conformado al “México profundo”, al que una estructura de poder oligárquica insiste en mantener como eso, como una masa indiferenciada e inculta que es un objeto de explotación, pero nada más, sin dejarle asumir el papel protagónico que por breves períodos tuvo en el pasado.
La última vez que el poder se abrió al México profundo, fue durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas (1934-1940). Entonces y tras enfrentarse al poder tras el trono –el general Plutarco Elías Calles–, el joven presidente Cárdenas llamó, alentó y organizó a campesinos y a trabajadores urbanos para que se convirtieran en la base social, masiva, del régimen. Con ellos transformó el partido de cuadros creado por Calles en 1929 –el PNR– en partido de masas: el PRM. Y para darle razón de ser, revivió el espíritu de cambio social generado por la Revolución Mexicana: reforma agraria, sindicalismo y expropiación de la industria petrolera.
Con el cardenismo se logró la única ocasión en que las instituciones del nuevo régimen se orientaron de manera decidida hacia políticas de izquierda. Concluido ese gobierno las masas fueron retiradas, de grado o por fuerza, del escenario de la “gran política” mexicana.
La elección de AMLO es la primera ocasión en que un movimiento social con orientación a la izquierda llega al poder pacíficamente y sin que lo encabece un “superior” (un cura Hidalgo o un terrateniente Madero). Llega por la vía de las urnas aunque antes debió pasar por muchas instancias de violencia y represión –1968, 1971, las guerrillas de los 1970, el levantamiento zapatista de 1994, la masacre de Aguas Blancas de 1995, Atenco y la APPO en 2006, Oaxaca en 2016, entre otros–, por fraudes electorales apenas disimulados –1988, 2006 el Estado de México y Coahuila de 2017, por ejemplo–, por marchas, protestas y movilizaciones –desde las encabezadas por los mineros de Nueva Rosita en 1951, las del Dr. Nava en 1961-1963 hasta los “Éxodos por la Democracia” de los 1990 o el “plantón de Reforma” del 2006– y otros eventos similares.
Nuestra actual “rebelión de las masas” sí ha resultado ser lo que temió Ortega: una demanda de “pleno poderío social”, pero no para imponer el dominio de la mediocridad como suponía el filósofo -hoy y en México, la mediocridad es la de su élite- sino para enfrentar la corrupción, regenerar el tejido social y rehacer una institucionalidad torcida o derrumbada.
Ojalá la energía generada por la movilización electoral del 2018 sea bien dirigida y alcance para enfrentar una tarea que se antoja, hoy, propia de Hércules.
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