Florencio Salazar
Noviembre 21, 2018
Se cumplieron ayer 108 años del inicio de la Revolución Mexicana. Fue una epopeya de hombres y mujeres surgidos de la nada que se convirtieron en generales de la rebeldía. En sólo seis meses de lucha armada terminó la dictadura de 30 años.
En 1908 Porfirio Díaz declaró al periodista norteamericano James Creelman: México está listo para la democracia, serán bienvenidos los partidos políticos y no me volveré a presentar a la reelección. Partidarios suyos, como Bernardo Reyes y José Yves Limantour pretendieron sucederlo, pero incumplió su palabra. Madero organizó el Partido Antirreeleccionista y plasmó sus ideas en el libro La sucesión presidencial de 1910.
La poderosa División del Norte de Francisco Villa derrotó al Ejército Federal, abriendo paso al Pacto de Ciudad Juárez y a la renuncia del otrora soldado de la República. Madero aceptó que el secretario de Gobernación de Díaz, Francisco León de la Barra, quedara como Presidente Provisional, quien convocaría a elecciones. El de Parral, Coahuila, arrasó en la que ha sido calificada como la elección más limpia de nuestra historia, (sólo superada por la de Andrés Manuel López Obrador).
La Revolución Mexicana tiene dos etapas: la del Plan de San Luis Potosí de Madero, con Villa, Pascual Orozco y Zapata; y la del Plan de Guadalupe de Carranza, con Villa y Obregón. La primera pretendió instaurar un régimen democrático y El Apóstol pagó con su vida el grave error de mantener el aparato de la dictadura porfirista; la segunda reivindicó el legado maderista derrotando al sanguinario golpista Victoriano Huerta.
La etapa carrancista fue la más violenta de la Revolución, pues en ella se confrontaron los triunfadores, y tiene su momento cenital con el Congreso Constituyente de 1917, en el que se enfrentan Carranza y Obregón; pero también es la síntesis de los caudillos: Carranza acaba con Zapata; Obregón liquida a Carranza, a Villa y a 54 generales “con mando autónomo de tropas” (Aguilar Camín), que apoyaron la rebelión de Adolfo de la Huerta. El exitoso agricultor, que inventó una desgranadora de sorgo, se erigió en el César mexicano. Ganó la Presidencia, impuso a Calles como sucesor –desbrozándole el camino con el fusilamiento del general Arnulfo R. Gómez y el asesinato del general Francisco Serrano–, reformó la Constitución para reelegirse, pero días antes de su toma de posesión, León Toral le descargó su revólver durante un desayuno en La Bombilla.
Calles, convertido en el jefe máximo dio fin a la etapa de los caudillos con la creación del Partido Nacional Revolucionario (1929), e impuso a cuatro presidentes: Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio, Abelardo L. Rodríguez y Lázaro Cárdenas. Don Lázaro exilió a Calles, transformó al Partido Nacional Revolucionario en Partido de la Revolución Mexicana (1938), y Miguel Alemán a éste, en el Partido Revolucionario Institucional (1946).
La Revolución Mexicana se propuso instaurar la vida democrática, reivindicar los bienes de la nación, tutelar los derechos de los trabajadores, el reparto agrario, la educación popular, el sistema de seguridad social y la cultura de su épica, para decirlo en forma resumida, con el propósito de hacer del nuestro un país con justicia social, sin relección y con libertades ciudadanas.
El régimen de partido casi único, creado por el presidencialismo cardenista, implementó la gradualidad con sucesivas reformas electorales y políticas. México se modernizó pero no fue más justo. La ideología del nacionalismo revolucionario perdió influencia por la contradicción de su contenido con la acción de gobierno. Creció la desigualdad, se concentró la riqueza, y los sexenios –unos más, otros menos– fueron “comaladas de millonarios”, como criticó Portes Gil. Elocuencia del fracaso de la posrevolución es reconocer, en un mexicano, al “hombre más rico del mundo”.
Aún recuerdo con asombro la lectura de mi libro de secundaria Historia de la Revolución Mexicana, de José Mancisidor, ilustrado por Leopoldo Méndez, Alberto Beltrán y Pablo O’Higgins, entre otros. Las imágenes de Madero incitando a las masas, del Centauro del Norte viniéndose encima de su brioso corcel, Zapata entregando la tierra, Carranza con la Constitución, Cárdenas expropiando el petróleo… Y otros textos, como los de Jesús Silva-Herzog, José C. Valadés, Héctor Aguilar Camín y la Historia mínima de México, del Colegio de México. Me caló muy hondo el México Bárbaro de John Kenneth Turner.
Imprecisa como fuente de información, no obstante, siempre he considerado a la novela como clamor de la historia. Así pasé manos y ojos –espero también la entendedera– por las memorias de José Vasconcelos, la narrativa de Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, Fernando Benítez, Mariano Azuela, Urquizo, para luego conocer los contrastes en las obras de Rojas González, Edmundo Valadés, Agustín Yáñez, Juan Rulfo y B. Traven, para arribar al desencanto con La muerte de Artemio Cruz (conservo un ejemplar autografiado por Carlos Fuentes) y Los relámpagos de Agosto, de Jorge Ibargüengoitia.
El gobernador de Guerrero, Caritino Maldonado, invitó al ex presidente Miguel Alemán a Chilpancingo. Lo recibió en el inicio de la avenida Álvarez. Durante el trayecto hasta Palacio de Gobierno había vallas de escolares, que arrojaban flores. En la comitiva oficial estábamos incluidos los miembros del Comité Directivo Estatal del PRI. En algún momento de la caminata, el Jefe Cari me presentó con don Miguel y le dijo que yo era campeón de oratoria.
– Habrá que escucharte en la comida –dijo sonriente el ex mandatario.
No acudí a la Posada Meléndez, lugar del convivio. ¿Qué podía decir yo a Miguel Alemán?