Lorenzo Meyer
Noviembre 23, 2020
AGENDA CIUDADANA
El gobierno mexicano acaba de ganar una partida en su siempre asimétrica y compleja relación con Washington. Pero falta camino por recorrer para que evento tan excepcional –la devolución a México de un general de cuatro estrellas, prisionero en Estados Unidos acusado de complicidad con narcotraficantes– se cierre con broche de oro. Ahora México debe lograr que el general enfrente aquí las acusaciones hechas allá y que el desenlace sea aceptable en ambos lados. Si esto no se logra, el éxito de hoy se tornaría en un fracaso político para el régimen mismo.
El arresto en Los Ángeles el 15 de octubre pasado del general en retiro y ex secretario de Defensa de México, Salvador Cienfuegos, bajo el cargo de complicidad con narcotraficantes para blanquear dinero y traficar con heroína, cocaína, metanfetaminas y mariguana, causó enorme revuelo y desazón en México. Esos cargos, se dijo, resultaron de una investigación iniciada desde 2013 por la Administración para el Control de Drogas norteamericana (DEA). Un mes más tarde la sorpresa adquirió dimensiones mayores cuando el procurador general norteamericano, William Barr, pidió a la juez que llevaba el caso aceptar el retiro de todos los cargos en contra del general mexicano por motivos “importantes y sensibles de política exterior” (“sensitive and important foreign policy considerations”). La petición fue aceptada y de inmediato un avión norteamericano regresó al general a México.
Un viraje tan abrupto y rápido como el que dio el gobierno norteamericano es realmente excepcional y, obviamente, causó consternación y enojo en círculos gubernamentales de ese país y a juzgar por los correos a los periódicos, también entre el público. Para la DEA fue una enorme derrota y su frustración fue compartida por los subordinados del procurador Barr encargados de presentar el caso y también por el Departamento de Estado y en el Capitolio. Y es que de un plumazo se volvieron humo los años de trabajo de la Operación Padrino y su cúmulo de pruebas (The New York Times, 18/11/2020/).
¿Cómo logró el gobierno mexicano arrebatarle al norteamericano lo que suponía una de sus últimas y muy valiosas piezas del narcotráfico? La historia completa sólo se sabrá cuando se abran los archivos, pero, por ahora, esta la explicación del gobierno mexicano: la devolución fue resultado de su protesta por la violación flagrante del tratado suscrito en 1992 por México y Estados Unidos y que estipula que debe de informarse con oportunidad a México sobre el desarrollo de operaciones como la que culminó con el arresto del general, cosa que Washington nunca hizo. De no haber devuelto al prisionero, México hubiera podido congelar toda cooperación bilateral en materia de combate al crimen transnacional, lo que afectaría el interés nacional de Estados Unidos. Y quizá hubo algo más, como supone Ginger Thompson, quien fuera corresponsal en México: la cúpula militar mexicana hubiera resentido que su jefe nato, un presidente que les ha pedido y obtenido la colaboración del Ejército en un variado abanico de tareas, no hubiera puesto todo su empeño en traer de regreso a México al general. Y debilitar la muy frágil institucionalidad mexicana puede crearle, de rebote, más problemas al país vecino que una renuncia a enjuiciar al general ya retirado.
Para el gobierno mexicano, conseguir la libertad de un ex secretario de lo que considera un antiguo régimen bastante corrupto, implica asumir una gran responsabilidad: tiene que sopesar las pruebas que Estados Unidos tiene contra el general y demostrar a propios –especialmente al Ejército– y a extraños que México ha cambiado y que su sistema de justicia está a la altura de la circunstancia y de su reclamo de respeto a su soberanía.